Me encontraba a
punto de arribar a mi casa. Una conversación pendiente y crucial con mi mujer
aclararía nuestro porvenir. Tres días sin dormir en mi cama; un ultimátum de su
parte para que reflexionara era el motivo de mi deserción. Me echó para que
recapacitara.
Marchábamos a
los tumbos; mi esposa me reclamaba mayor participación en tiempo y en
dedicación. Trabajaba mucho, es verdad, pero tenía motivos fundados para
hacerlo.
La amaba
profundamente pero los imponderables de la vida nos separaban
irremediablemente.
Había salido
temprano de la oficina para poder hablar tranquilo con ella, pero sobre todo,
para que comprobara mi intención de cambio. Estaba decidido a modificar ciertas
actitudes mías, las que muchos calificaban como patológicas. Trabajaba más de
doce horas diarias por un salario aceptable que se dilapidaba rápidamente por
asuntos externos a la pareja.
Le imploré una
última oportunidad y para demostrarle mi intención de cambio le escribí en un
papel una serie de pautas que estaba dispuesto a cumplir.
La primera tenía
que ver con llegar a casa temprano. Hasta ahora siempre algún motivo externo
difería mi regreso en forma exasperante.
Su voz en el
teléfono sonaba complacida por mi determinación y me ofreció una cena como
señal del reencuentro.
Por primera vez
en años llegaba para la cena y, seguramente, para lo que sería el comienzo del
cambio de una convivencia plagada de dificultades.
Cuando me
disponía a abrir la puerta de entrada del edificio en que vivíamos me encontré
con una señora sentada. No parecía marginal, me miró como pidiendo ayuda.
Bajé un par de
escalones y le pregunté si se encontraba bien.
Estaba
acostumbrado a ver esas mujeres marginales sentadas en el suelo como en su propio mundo, hablando solas,
llorando o pidiendo, pero esta se mostraba diferente.
Bastante mayor,
calculo que unos ochenta años. Me hizo acordar a mi abuela por su pollera negra
y su pelo blanco gastado. Estaba arrugada, es posible que los pliegues de su
rostro guardaran muchas vivencias, sin embargo era imposible acceder a ella, se
encontraba en un aturdimiento imposible de expresar.
Respiraba
jadeante, con un resoplo agrio y angustioso que indicaba algo más. Un miedo
intenso se apropiaba de su ser, pero que al mismo tiempo se convertía en
inenarrable.
Le pregunté,
nuevamente, si se encontraba bien.
Su mirada
asombrada se volvió seca y vacía. Su respiración se acrecentó, desplomándose en
mis brazos suavemente.
Me encontré
abrazado a una mujer que no era mía, apenas a un metro de la puerta de entrada.
Parecía una broma macabra del destino: un abrazo robado me alejaba del añorado
abrazo a mi mujer.
La imposibilidad
se apropiaba nuevamente de mi destino, jugándome una mala pasada. Mis sueños,
como la anciana, comenzaban a desmoronarse.
En medio aquel
desconsuelo me imaginé a mi esposa esperándome impaciente, o lo que era peor,
derrotada por mi impuntualidad.
Ella siempre
había sido condescendiente conmigo, quizás demasiado, soportando estoicamente
los abusos de mi parentela. Días atrás habíamos mantenido una enérgica
discusión por Eliana, mi prima. Ella era como una hermana para mí, pero su
trato parecía más el de una hermanastra despiadada.
El motivo de su
comportamiento probablemente estuviera fundado en la desquiciada convicción de
que el mundo le debía algo, y yo por supuesto integraba parte de ese mundo.
Eliana carecía
de lo que se podría establecer como capacidad introspectiva, culpaba a todos
por sus errores, exigiendo resarcimiento. Como aquel día en que apareció en mi
casa sin aviso pidiéndome trabajo como empleada doméstica. Era una locura que
siendo mi pariente, además de abogada, solicitara algo así.
No era demasiado
afecta al trabajo, eso lo sabía toda la familia; como profesional casi no
ejercía y mucho menos le interesaban las tareas hogareñas, por lo que su
petición la interpreté rápidamente como un ultraje, lo cual, dados los
antecedentes, no era difícil de pensar.
Después de
consultarlo con mi mujer, le manifesté sin rodeos que su planteo era insensato,
además de pretender un sueldo imposible de pagar, más cercano al de abogada que
al de doméstica.
Mi negativa fue
rotunda. Me amenazó entonces con irse del país generando como daño colateral la
muerte (seguramente de tristeza) de su madre.
Mi prima era lo
único que mi tía tenía en la vida: su marido había muerto hacía años y sus dos
hijas mayores estaban fuera del país.
El ultimátum de
Eliana no dejaba de ser coherente y angustiante para mí. Desesperado por su
profecía, recurrí a mi mujer otra vez. Ella me hizo recapacitar y me brindó la
convicción que carecía. Mantuve, con la ayuda marital, mi postura
intransigente.
Frente a mi
nueva negativa, mi prima me reclamó, al menos, compasión por su situación. La
compasión era una forma elegante de nombrar al dinero: me solicitó una especie
de salario que le permitiera llegar a fin de mes.
Como nuestra
relación siempre estuvo marcada en la creencia mutua de mi sometimiento, no
tuve más remedio que aceptar.
Sin consultar
esta vez a mi esposa llegué al desconsolado acuerdo de una mensualidad hasta
que pudiera salir del mal momento.
Indudablemente
un mal negocio en todo sentido. Por el lado de mi mujer provocó un disgusto de
importancia: estaba decepcionada de mi blandura. Ella -como yo- sabía que los
“momentos” de Eliana podían durar años.
Por el lado de
mi prima tampoco fue mejor. También se sintió desilusionada conmigo por no
haber accedido totalmente a sus demandas, por lo que decidió evitar cualquier
encuentro social. Nuestra relación a partir de ese momento se reduciría a
depositarle el “salario” en una cuenta bancaria.
La anciana me
arrancó de mis nostalgias con un desmayo profundo.
La acosté en la
escalera oficiando de improvisado almohadón. No podía dejarla sola, hubiera
sido un acto inhumano, mis angustias personales podían esperar un rato más.
Después le explicaría a mi mujer, como en tantas otras ocasiones.
Rogué que viniera
el portero a auxiliarme, pero sabía que era improbable, siempre estaba ocupado
cuando más se lo necesitaba.
Intuí que se trataba
de algo grave cuando la mujer perdió el control de esfínteres, la apreté
fuertemente y pedí ayuda a los gritos. Un pequeño charco en la escalera me
rodeó, un líquido apenas tibio envolvió mis zapatos.
La anciana me miró
de forma desesperanzada, de una desesperanza muchas veces experimentada por mí.
Me vi reflejado en
la mirada de la anciana, de alguna manera era mi propia mirada que se descubría
en ella. Su desesperanza, inexplicablemente, me hacía entender el origen de la
mía: la invasión sistemática de mi familia en mi vida.
Como un destello,
recordé el primer trabajo perdido. Las llamadas insistentes de mi madre para
reclamarme por cosas de la cotidianeidad intrascendente produjeron el
descontento de mi jefe, que no tuvo mejor idea que echarme por hablar demasiado
por teléfono.
Una madre tremenda,
como salida de los cuentos de los hermanos Grimm, su póstumo decreto fue el
encomendarme el cuidado de mi padre con Alzheimer.
Sus últimas
palabras antes de morir fueron que tenía la obligación como hijo menor de
cuidar a mi padre enfermo, una especie de sentencia que me pesó como una
condena y de la que no me pude librar hasta años después.
A mi padre le
habían detectado Alzheimer mucho antes de morir mi madre, pero a partir de su
fallecimiento empeoró. Al principio vivió con nosotros, pero su pérdida de
memoria se volvió insoportable. Con el tiempo también se manifestó una pérdida
de capacidad y disposición para hacer las cosas, además de una merma del
sentido de la orientación con respecto al tiempo y al lugar. Era casi imposible
que se quedara solo, con mi esposa nos dividíamos para atenderlo. Su
agresividad innata también se acrecentó en esos tiempos haciendo de nuestras
vidas un calvario.
En los últimos
meses que vivió en nuestra casa su pérdida de fluidez en el uso del lenguaje y
la casi total ausencia de comportamiento reflexivo y juicioso para cumplir
cuestiones elementales se volvió tan evidente y tan atroz que no pudimos hacer
otra cosa que internarlo en un geriátrico. En realidad la determinación
correspondió a mi mujer, que ya no aguantaba más la convivencia.
Mi padre nunca me
lo perdonó, jamás, aunque lo visitaba dos veces por día en una casa de salud
que consumía la mitad de mi sueldo.
Mi mujer, aunque me
apoyó en todo momento, nunca entendió mi amor desmedido por él, quizás porque
ella nunca fue hija única, o por ser mujer o porque quizás nunca tuvo un padre
con Alzheimer.
La anciana
nuevamente me arrancó de mis dolores y me regaló una última mirada, para cerrar
sus ojos para siempre.
Sucumbió en mis
brazos, seguramente de un paro cardíaco, desesperada en su intento de pedir
auxilio a un desconocido. A un extraño, que a su manera también intentaba salir
de un desencuentro, en este caso, existencial.
La miré con la
nostalgia robada de algún recuerdo, era imposible sufrir por alguien que
desconocía, igualmente la propia escena me arrojaba a la congoja, una escena en
la que también yo estaba en juego en la desesperanza y la incomunicación con mi
mujer. Recién ahora lo entendía claramente.
La señal póstuma
de su deceso fue la de un canto etéreo que brotaba de sus partes íntimas.
Quizás fuera el alma en forma de hálito que se desprendía de su cuerpo.
Su pequeño
efluvio marcó para mí la inexorable muerte de la anciana.
El portero llegó
tarde como siempre, le pedí que llamara a un médico por las dudas. Todavía no
podía soltarla para avisarle a mi mujer que estaba abajo interpretando el
personaje de un ángel. Le rogué a una vecina, que llegaba en ese momento, que
le contara a mi esposa lo ocurrido. La pobre quedó tan horrorizada por la
escena que no me escuchó, solo atinó a llorar y a encerrarse en su apartamento.
Sentimientos
encontrados comenzaron a surgir en mí: por un lado me entristecía toda la
situación, pero por el otro me exasperaba saber que no podía concluir con el
cometido que me había propuesto: el de salvar mi matrimonio. Ahora por fin
sabía la respuesta, estaba dispuesto a cortar con mi familia, única forma de
salvar mi matrimonio. Sin embargo, teniendo la solución, me encontraba
impotente con esta longeva enigmática.
Hurgué entre sus
ropas para encontrar alguna señal y así poder dar cuenta a su familia, pero
sobre todo: para poder volver a mi vida.
Solamente
encontré unas llaves aferradas fuertemente a su mano. No sabía quien era.
Probablemente viviera cerca, por eso no llevaba documentos, quizás una vecina
con quien me habría cruzado mil veces.
Un policía llegó
al lugar justo en el momento en que estaba husmeando en sus vestiduras. Pensó
que la estaba robando o lo que podía ser peor que estuviera abusando de
ella.
Intenté
explicarle al agente del orden lo que en realidad sucedía, pero no quiso
escuchar, prefirió que llegara la policía técnica y el médico forense para
evaluar la situación.
El policía me
indicó, con esa sequedad característica, que podía ser parte de la escena del
crimen, por lo tanto quedaba a partir de ese momento inmovilizado.
Le pedí
amablemente que me dejara tocar el portero eléctrico para anunciarle a mi
esposa el infausto suceso y de paso decirle que estaba allí con la firme
intención de recuperarla.
El hombre
vestido de azul no entendió razones y me dijo que tenía que quedarme en esa
posición, incomunicado.
Entré en un
estado de impotencia y confusión extremo, similar seguramente al padecido por la anciana en su
intento desesperado por comunicar lo incomunicable.
Nadie me
entendía, el portero y la vecina habían desaparecido, el policía pensaba que
era un degenerado y, lo peor, mi mujer se imaginaría que era un impuntual. Mi
oportunidad de cambio se derrumbaba.
Quizás ésta sea
la metáfora de mi destino –pensé- y esa frase resonando en mi cabeza me ayudó a
asumir cierta tranquilidad.
Cerca de una
hora después vino el médico y la policía técnica, seguía en la misma posición,
me llevaron a declarar a la seccional. La cena reparadora era parte del pasado.
Cuando la
patrulla partía raudamente conmigo dentro, divisé la figura de mi esposa, salía
en ese momento al palier, seguramente por el ruido de la sirena.
Ya no había
nadie en la entrada del edificio, parecía un territorio muerto, devastado. La
anciana ya no estaba.
La mire y me
pareció que corrían las lágrimas por su cara. No lloraba por la anciana muerta,
ni siquiera se percató de lo sucedido.
Me pareció que
lloraba por el futuro, con un sollozo desconsolado y definitivo.
En ese momento
entendí que a veces aun teniendo las soluciones los problemas no se arreglan.
Preferí asumir
mi destino señalado. En ese momento pensé que mi madre y mi prima quizás no
fueran tan malas.
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