Felicidad clandestina



La mañana estaba fría pero agradable. De camino al consultorio, discurría sobre un libro que estaba leyendo, La suma de los días, de Isabel Allende. Era un testimonial sobre la lucha de la escritora chilena por superar la trágica muerte de su hija Paula, de veintiocho años de edad. El libro, continuación de Paula, parecía un diario clínico, un intento de salir de un duelo que la tenía congelada desde hacía años.

Lo escribió como una catarsis. No sabía qué hacer con las regalías de su libro Paula, tenía el dinero de las ganancias congelado, hasta que le sucedió un acontecimiento extraño en la India, que relató en el capítulo «¿Quién quiere una niña?»

Se trata de una pequeña historia, pero clave en el libro. Isabel Allende había quedado devastada después de la muerte de su hija. No quería hacer nada, mucho menos escribir. La familia la convenció de viajar a la India para cambiar de aire y recuperar la inspiración que había perdido.
Isabel viajó con su marido y con su amiga Tabra. Recorrieron diferentes lugares. Un día, mientras atravesaba en auto un paisaje aciago, quisieron detenerse para descansar y estirar las piernas. De acuerdo a la descripción de Allende, solo se veían tierras áridas y, perdido en el medio, un árbol.
Cuenta que cuando observó detenidamente el árbol se dio cuenta de que había un grupo de mujeres. A Isabel y a su amiga les dio curiosidad por ver qué hacían esas mujeres allí, así que se acercaron. Fueron recibidas con abrazos y sonrisas. Un encuentro de dos culturas: intentaron comunicarse a través de señas, las mujeres occidentales les regalaron sus brazaletes. Una de ellas tomó la cara de Isabel y la besó en la frente. Fue un gesto tan inesperado, tan íntimo, que la escritora recuerda que no pudo retener las lágrimas y lloró por primera vez desde la muerte de su Paula. Las otras mujeres parecían comprender el dolor acumulado de Isabel y la rodearon y acariciaron en silencio. Por cómo lo describe Allende, eran mujeres unidas tratando de exorcizar el dolor de una madre.
Tenía marcada una cita con una paciente, pero faltaba bastante, así que caminaba despacio, sin sobresaltos, pensando en el encuentro de esas mujeres tan diferentes. La historia que escribía Allende era minimalista, sin exceso de palabras, pero lograba trasmitir un sinfín de emociones. Algo de ese encuentro sintetizaba su dolor congelado. Esas eran las cosas que me hacían admirar a un escritor, la posibilidad de recortar con palabras algo que parece intangible.
La historia continuaba y adquiría otros matices… Luego de ese ritual íntimo y de la despedida a través de gestos, las turistas se alejaron. Pero, narra Allende, una de las mujeres las siguió y le dio un paquete que, para su sorpresa, no tenía otra cosa que una beba pequeña. Isabel Allende la tomó en sus brazos y la besó en la cara con la intención de devolvérsela, pero la mujer, en vez de recibirla, corrió al árbol con su grupo. Raro intercambio el de unos brazaletes por una beba recién nacida.
La escena era pura confusión, las mujeres se alejaban del lugar e Isabel se quedaba perpleja con una niña en brazos. Fue entonces, según el relato, que el chofer reaccionó, le quitó a la niña de sus brazos y corrió a devolverla a las mujeres orientales. Estas no quisieron recibirla y el chofer terminó dejándola bajo el árbol.
Se volvieron a subir al coche y salieron a toda velocidad. Isabel, abrazada por su pareja, lloraba sin entender por qué había pasado eso, qué sería de esa niña sin esperanza. Otra niña arrebatada de su vida. Y en esa confusión le preguntó al chofer si entendía el porqué de ese regalo. «Era una niña. ¿Quién quiere una niña?», respondió este, de acuerdo a lo reportado por Allende. Y explicó que en esos parajes de la India a las niñas las regalan porque nadie las quiere, porque no valen nada.
Isabel siguió llorando en silencio hasta que se dio cuenta de que había tomado una decisión trascendente: con el dinero que se había generado por las regalías del libro Paula, se dijo, iba a crear una fundación para ayudar a mujeres. Hasta ese momento, Allende no sabía qué hacer con el dinero que había generado el libro donde hablaba de la muerte de su hija, el cual fue un éxito en ventas. Eran montañas de dinero generadas, pero que la autora no podía tocar porque pensaba que era una afrenta a su hija muerta. Para Isabel, esa muerte ahora se resignificaba a través de una fundación. El dinero, que esperaba un destino, lo había encontrado.
Mientras me acercaba al consultorio, pensaba en cómo esa pequeña historia con poder de sanar servía para que Allende pudiera hacer algo con su duelo. El dinero en el banco no dejaba de ser una metáfora de ella misma. El duelo no es un proceso contingente o accidental, sino algo necesario ante cada situación de pérdida. En el caso de Isabel Allende fue esta anécdota la que hizo que ella pudiera hacer algo con su dolor.
Cuando llegaba a la puerta del consultorio observé que había una anciana. Me estaba esperando. Había llegado bastante antes de la hora pautada para su primera entrevista. Me la había derivado un médico asombrado por su historia. Tenía pocas referencias de ella, pero sí tenía muy claro que este médico estaba bastante conmovido. Ese era un dato que me generaba expectativa.
Clara vino a verme desde muy lejos, desde un pequeño pueblo del interior donde psicoanálisis es una palabra inexistente. Vino porque tenía heridas que cerrar. Eso no es demasiado raro —la mayoría de los pacientes vienen a eso—, sin embargo, Clara tenía una historia demasiado particular.
La hice pasar a las sala de espera. Era una mujer muy mayor, pero sobre todo era una mujer que portaba una tristeza profunda. Su cara estaba marcada por surcos profundos que parecían acompasar sus rasgos finos. Bien vestida, de oscuro, parecía en un duelo permanente. Toda ella daba una sensación de profunda lástima.
No es común que los pacientes me generen estos sentimientos, pero en este caso sí. Vi unos ojos verdes tristes con una melancolía que parecía acompañarla desde hacía demasiados años.
La edad de la paciente podía ser un problema a la hora de indicar un psicoanálisis, ya que siempre hay reparos cuando se va a atender a personas muy mayores ¿Qué podía hacer yo desde el punto de vista analítico con una mujer de más de ochenta años y que además vivía a cientos de kilómetros de mi consultorio? Mis dudas se disiparon rápidamente cuando me confesó que desde hacía años estaba esperando hablar «de esto» para «poder darle un sentido».
El psicoanálisis no deja de ser uno de los pocos lugares explícitamente designados por el contrato social donde hay derecho a hablar de las heridas que produce el vivir. Esta mujer necesitaba desenredar los acontecimientos del pasado para «poder morirse tranquila». Con esa sencillez y sabiduría lo manifestó. Su demanda explícita era hablar de eso que la asfixiaba.
El dolor de Clara se podía situar claramente a partir de sus quince años, sin embargo empezaba mucho antes. Única hija de padres duros. De su infancia no remarcó cosas importantes a no ser que fue una niña solitaria, criada en el medio del campo. Creció con diferentes niñeras que duraban poco tiempo, aparentemente porque nunca convencían en el desempeño de sus funciones. Su madre distante y siempre enferma; su padre, inflexible, pasaba la mayor parte del día trabajando. Dormía en una habitación que estaba fuera de la casa principal amplia y portentosa. ¿Por qué una hija única de padres pudientes duerme en un cuarto de servicio fuera de la casa principal? La pregunta nunca fue formulada por mí, ya que en ese momento lo que ella necesitaba era hablar sin ningún tipo de restricción o señalamiento.
Sus problemas comenzaron cuando, de adolescente, se enamoró de un hombre varios años mayor. Se enamoró perdidamente, de forma ardiente, como son los amores en esas épocas. Lo veía de manera clandestina en el pueblo. Una historia de encuentros furtivos, apasionados y prohibidos.
Por lo general estas historias no terminan bien y tienen finales trágicos. La de Clara no fue la excepción. El desenlace fue un embarazo no esperado. Clara, por miedo, no dijo nada a sus padres y lo ocultó bajo ropas holgadas. Como vivía al margen de su familia en atención y afecto, nunca repararon en lo que estaba pasando.
Su enamorado quiso hacerse cargo de la situación, pero ella prefería el silencio y esperar. Era tal el terror que tenía a sus padres que nunca llegaba el momento adecuado para contarlo. Quizás todo podría resumirse en esta frase: nunca era su hora. De hecho, así se presentó en el consultorio: mucho antes de la hora marcada. Los meses del embarazo pasaron en la clandestinidad. Nadie sabía, a excepción del amante. Era un silencio denso y oscuro, similar al que estaba instalado entre Clara y sus padres desde siempre. Quizás Clara estaba destinada a una felicidad clandestina.
Su novio le ofreció escaparse juntos a algún lugar lejano, como ocurre en la novelas. Sin embargo, a Clara le faltaba el valor de las heroínas de Isabel Allende o de Haruki Murakami. Ella era la protagonista de una vida sin audacia.
Una noche el embarazo llegó a su fin. Clara estaba sola en su cuarto. A la mañana siguiente, a la madre le llamó la atención que su hija no fuera a desayunar. Fue al cuarto y se encontró con una escena espeluznante. Su hija, casi sin vida, en un charco de sangre, aferrada a un bebe recién nacido. Un gesto de amor inconmensurable.
Mientras escuchaba a Clara no dejaba de pensar en la contradicción que arrojaba la escena, el encuentro de dos madres tan diferentes.
El relato de Clara puede generar dudas en su verosimilitud, pero no es tarea del psicoanalista juzgar la credibilidad de los recuerdos del paciente. Trabajamos con la realidad psíquica (aquella que relata el paciente) y no sobre una verdad de la realidad. Los relatos que generamos y creemos como auténticos edifican nuestras subjetividades. El recuerdo terrible que ella traía era recordado de esta manera y yo no tenía por qué ponerlo en duda. Parió sola a su hijo y casi dio su vida en ello.
Su madre entró en pánico al ver aquello, corrió desesperada a llamar al marido, quien contrató los servicios de un medico de confianza para «arreglar» la situación.
Clara se recuperó rápidamente, tan rápidamente como su familia tomó una decisión: el pequeño bebé iba a ser criado por los abuelos como si fuera un hijo propio. Clara sería la hermana de su primogénito.
Esto no es un hecho tan infrecuente. En más de una ocasión escuché este tipo de historias. Sin embargo, lo que nunca había escuchado antes fue el castigo que le impusieron a Clara: no podía acercarse ni tocar al bebé. Ese era el precio que le hacían pagar por su falta. Como escribí antes, sus padres eran duros. Debí agregar inflexibles, ya que nunca revieron el castigo.
El novio, enterado de la situación, fue a hablar con los padres para explicarles. Estaba dispuesto a hacerse cargo de su hijo y de Clara, llevárselos lejos, salvar la reputación de la familia. Después de la conversación, en la cual ella no participó, el novio desapareció del pueblo y nunca más se lo vio. Seguramente las amenazas paternas por tener relaciones con una menor y las implicancias legales que esto podía generar deben de haber determinado su partida. Un padre fantasma se agregaba a esta historia. El único vínculo fuerte para Clara desaparecía. Una historia de amor cortada de raíz.
Desterrada del contacto con su hijo y con su enamorado, siguió durmiendo en el cuarto de servicio, que quedó más separado que nunca de la casa. Diferente fue el destino del niño, que pasó a habitar uno de los cuartos de la casa principal. Quizás sus padres siempre quisieron un varón y finalmente lo tenían. Como en la historia de Isabel Allende: «¿quién quiere una niña?», una niña desvalorizada.
Mientras Clara contaba su historia, las lágrimas inundaban su rostro y su energía parecía agotarse. Las palabras no alcanzan para describir lo que me causó su desgarrada confesión. Escucho diariamente historias de dolor y desamor, pero la forma en que lo contaba y la profunda tristeza que encerraba su voz me conmovían de una manera particular. Quizás porque tenía hijos pequeños y pensaba en lo terrible que debería ser no poder tocarlos, quizás porque me identificaba con ese hijo que no pudo tocar. Vaya uno a saber qué resortes tocaba su historia en mí.
Mi palabra era inútil en ese momento y solo me quedaba la posibilidad de hacerme eco de su sollozo lacerante. Dar un sentido al dolor no significa proponer una interpretación de su causa ni consolarla. Dar sentido a ese dolor inmensurable, muchas veces, tiene que ver con darle un lugar para que pueda ser metabolizado.
La función del analista, a veces, debe ser la de aquel que, por su sola presencia —aunque sea silenciosa— disipa el sufrimiento del paciente recibiendo sus irradiaciones. ¿Serviría mi presencia entonces? Por supuesto que en esa primera entrevista no podía saberlo. Es difícil acercarse al dolor, es arduo medirlo, asirlo.
Un día, cuando ya habían pasado más de tres años del nacimiento del pequeño, Clara se encontraba colgando ropa, como todos los días. Siempre se encargaba de los quehaceres domésticos (quizás esa era la razón del cuarto asignado) y ese día no era la excepción. Nunca hasta ese momento había podido siquiera acercarse a su hijo, mucho menos tocarlo. Ella seguía en una posición de hija obediente. En un momento de descuido de sus padres, el niño, sin motivo aparente, corrió hacia Clara y se aferró a ella con fuerza. Por segunda vez en su vida sintió el cuerpo de su hijo. Ella también se aferró con desesperación, como la primera vez. Un encuentro inesperado para una situación que tendría que ser cotidiana, como el abrazo entre un hijo y una madre.
Su padre observó la escena prohibida y salió corriendo a separarlos. Como la primera vez, Clara no pudo hacer nada para evitarlo. Por su «falta», por no respetar las «reglas», se le impuso un nuevo castigo: fue enviada como pupila a un colegio de monjas especializado en tratar a muchachas «descarriadas». No volvería a ver su hijo por meses.
Clara lloraba intensamente. Me decía que había mucho más para contar, pero ya no podía hablar más. La historia quedaba inconclusa y debo admitir que hubiera querido saber más, pero entendí que ese era el momento justo para terminar con esa primera entrevista. Clara estaba exhausta, casi sin fuerzas. Parecía que había parido por segunda vez.
Me preguntaba si el impacto que me había producido, la angustia que me había generado, hacía posible que siguiera escuchándola.
La acompañé hasta la puerta luego de unos minutos que precisó para calmarse. Revivir su historia o, por lo menos, parte de ella, había sido una experiencia demasiado extenuante. Cuando le fui a dar la mano para saludarla, me tomó la cara con sus manos. Un gesto extraño para un encuadre psicoanalítico. Nunca me había pasado. Me miró a los ojos con su mirada triste y me dijo:
—¿Me va a poder ayudar?
En ese instante no dejé de pensar en la escena de las mujeres bajo el árbol que escribió Isabel Allende, que aparecía como una premonición y terminaba siendo una especie de introducción al encuentro con Clara. Dos historias se enlazaban en lo trágico de la relación entre madres e hijos.
Las manos —o su dolor— en mi cara, algo no frecuente en su vida ni en la mía como psicoanalista, sumadas a su demanda desesperada en ese «¿Me va a poder ayudar»? me generaban una tremenda duda sobre si era posible que la siguiera viendo.
Clara necesitaba poner en juego la posibilidad de comenzar a subjetivar una pérdida y parecía que yo era su única alternativa. Su historia, su edad, la determinación de venir desde tan lejos a verme parecían indicadores que marcaban un camino.
Las mujeres de la India «curaron» a Allende, la curaron en el sentido metafórico de ayudarla a poder hacer algo con ese dolor punzante y coagulado que acarreaba. La presencia de un otro se hace indispensable para poder metabolizar el sufrimiento, aquello que no deja de gritar, y eso solamente aparece cuando el doliente está en condiciones de ponerlo en juego.
Clara me había elegido. Había venido desde muy lejos y había podido hablar de algo que le costaba demasiado. Sus manos en mi cara no eran más que un pedido desesperado para que yo la ayudara a decodificar su dolor. Sus manos, esas que no habían podido tocar a un hijo, manos censuradas, manos clandestinas, me tocaban a mí pidiendo ayuda. Pero sobre todo eran manos que se permitían tocar, en un gesto de amor que ella me entregaba. ¿Y yo podía decirle que no? Mis miedos fundamentados podían repetir otra vez su historia: ¿otro rechazo?, ¿podría ella soportarlo?
A veces no hay demasiado tiempo para calibrar las situaciones. Solamente recuerdo que pensé en la historia de Isabel Allende, pero sobre todo en la historia de Clara, en su felicidad clandestina. Le tomé sus manos y las apreté con vigor, en una forma de contacto diferente a la habitual en mi clínica, pero que creí necesaria y auténtica.
—Pondré todas mis fuerzas en ello —atiné a decirle.
Ese fue el día en que comenzamos a trabajar. Ahora sí estaba en su hora y había alguien dispuesto a sostenerla.



"Esto es como un juego de cartas, cada sujeto viene con el suyo"

En su nuevo libro "Cosas que pasan", el también columnista de Océano FM presenta historias vinculadas a su propia experiencia desde un costado más cercano a lo literario, con influencias como Sacks y Murakami

El nuevo libro de Jorge Bafico encuentra al psicoanalista y escritor más cerca de este segundo título que del primero. Si antes había canalizado su interés por los perfiles de asesinos en Los perros me hablan (editado el año pasado), ahora se muestra en primera persona en historias que lo tienen como protagonista junto a sus pacientes. Clínica, aciertos y errores propios se cruzan en cada una de las historias que, por la cercanía (en algunos pasajes incluso cercana a Nick Hornby) a la música detectable a través de las referencias que propone el escritor, parece de alguna manera un disco, con cada uno de sus tracks con identidad y ritmo propio, aunque enmarcados en un concepto único: el psicoanálisis. Algo de esa proximidad ve el escritor, que conversó con El Observador días después de la presentación oficial de un libro que consigue un ajustado balance entre pulso para la ficción y didáctica. 

Una de las características más notorias de Cosas que pasan es la presencia de la música, mucha de ella local, que se cuela en los capítulos. ¿Cómo se genera esto?
Creo que es algo que tengo muy de (Haruki) Murakami, que es uno de mis escritores preferidos. Murakami incluye mucho a la música en sus historias. En su libro De qué hablo cuando hablo de correr escribe de un disco de Eric Clapton, Reptile, que es el que escucha para correr. Cuando yo corro me acompaña Trotsky Vengarán, Buitres, The Killers, La Trampa, Regina Spektor... De alguna forma me llega mucho la música y me colgué corriendo. Estos dos gustos se fueron uniendo y ahora la música está muy cerca de lo que escribo. 

Es un libro con un perfil muy “de escritor”, pero se reserva espacios para explicar algunos términos clínicos como las patologías... ¿Cuesta el balance?
La idea era mostrarme más humano, porque esto no era para nada un libro técnico. Quería poder transmitir lo difícil que es comunicar la clínica. A mí me fascina Oliver Sacks, que de hecho es un amante de la música y tiene un libro que habla de patologías que produce la música. Musicofilia es el nombre de ese libro. Pero lo de Sacks me atrapa porque es capaz de llevar al público temas neurológicos. Desde mi primer libro hablé de él, pero ahora siento, después de seis años, que me estoy acercando más a lo que quiero hacer con mis libros, que es esto: tratar de mostrarte una patología –un síndrome de Tourette, un tumor cerebral, una psicosis– y explicártela mejor a través de las historias.

¿Cómo fue apareciendo el tono en el que escribe?
Creo que era un objetivo soltarme. Mi editor, cuando estaba comenzando, me dijo: “Este libro sería fantástico si vos te soltaras realmente y le perdieras el miedo a tus colegas”. Creo que tenía razón; me costó muchos años entender que tenía que perder ese miedo. Pero también fue decisivo trabajar con Ana Laura Lissardy. Su rol fue similar al del productor de un disco: potenciar los matices. Me parece que ella hizo eso: que me soltara más, que no tuviera miedo a mostrarme. Creo que eso tiene que ver con un estilo mío, en el que me siento bastante cómodo.

El libro está hecho a partir de historias de gente que estuvo sentada aquí, en su consultorio. ¿Cómo se relaciona con ellos en el libro en modo escritor, ahora que pasan al libro?
Bien, porque son personajes que parten de la realidad, si bien luego se les integra la ficción. Son pacientes con los que trabajé hace muchos años y que ya son otros. Son pacientes que me marcaron por sus procesos, mis intervenciones, incluso mis errores. Quería que la gente leyera también sobre los errores que yo cometo. Todos me dejaron enseñanzas. Todos dejaron una impronta importante en mí.

En muchos casos los pacientes ni siquiera mejoraron del todo, algo que en las historias queda claro.
Ese era otro mensaje importante. Algunos pacientes no cierran porque la clínica no necesariamente cierra. Algunos avanzan hasta determinados lugares y hacen movimientos, pero no es que “se curan” del todo. Esto también tiene que poder decirse: que la estructura de una personalidad le permite llegar a cierto lugar. Que un sujeto psicótico pueda comportarse como un fóbico, alguien que erra en la vida (en el sentido de errancia, no de errar), es un avance. Va a seguir siendo psicótico, pero dentro de su estructura, se va a poder mover mucho mejor. Siempre digo que esto es como un juego de cartas. Cada sujeto viene con el suyo propio. Lo que podemos hacer es enseñar al sujeto a jugar, a ganar, con esas cartas que tiene, que no pueden cambiarse. Ojalá pudiéramos cambiarlas. Es como adaptar un fitito a Fórmula 1 o un Fórmula 1 a calle. Se le pueden hacer mejoras, pero no cambiarlos del todo.

¿No hay una tarea detectivesca a la hora de acometer cada terapia? Ese parece ser su lugar en varias historias.
Es que cada sujeto viene con un enigma. Un psicoanalista, entonces, es de alguna manera un investigador. Que ayuda al sujeto a encontrar su lugar. Importa a dónde vaya el sujeto, y que encuentre su propio camino, más allá de que uno esté de acuerdo o no como persona, cosa que queda por fuera del psicoanalista.

¿Será ese lugar que toma otro de los puntos de atracción para el lector? El libro ya está entre los más vendidos...
A los libros anteriores les fue bien. Con Los perros me hablan hubo una casualidad que fue que el libro salió en noviembre pasado y meses después sucede lo de los enfermeros asesinos y me volví una especie de referencia de consulta sobre el tema. De ahí que le fuera mejor. En este caso, creo que la gente se siente muy identificada con las historias y por eso a lo mejor el libro se lleva más. Es mi quinto libro solo y tengo una editorial fuerte atrás (Aguilar), cosa que también juega, como también mi visibilidad por el espacio en radio en Océano. El tiempo dirá si el libro vale como para no ser una especie de novedad pasajera. l

El problema de la psicopatía. Sobre la novela “La herencia de Eszter”




“No puedo saber qué más tiene Dios previsto para mí. Sin embargo, antes de morir, quisiera poner por escrito el relato del día en que Lajos vino a verme, por última vez, para despojarme de todos mis bienes”.[1]

Probablemente quien haya leído “La herencia de Eszter” del excepcional Sándor Márai quede con un retrogusto extraño; una mezcla de angustia e impotencia.
Eszter, la protagonista del título, es una solterona que vive con una anciana en una modesta casita con jardín que recibe la visita de un antiguo amigo de la familia, Lajos, después de casi veinte años de ausencia.
Su antiguo y gran amor. Un amor trágico y no correspondido, ya que él finalmente se casó con su hermana.
Lajos, envejecido y viudo, pero todavía infalible en el arte del engaño, no viene con la intención de reclamar su amor por Eszter. Simplemente viene a pedir algo que no es suyo pero que le pertenece, o por lo menos él así parece entenderlo.
Viene, por supuesto, a consumar el último despojo.
Eszter, victima gigante en su amor y en su sacrificio:

“Yo, en aquella época, llevaba veinte años sin ver a Lajos y me consideraba inmune a su recuerdo.  Un día, sin embargo, recibí un telegrama suyo que me recordó el libreto de una ópera: era patético, peligrosamente pueril y mentiroso, como todo lo que en veinte años atrás Lajos me había escrito y dicho, a mí o a los demás… Parecía una declaración solemne; era prometedor, misterioso y obviamente mentiroso, ¡mentiroso hasta el fondo!...”.[2]


Lajos ¿un psicópata?
La noción de psico­patía es desarrollada por primera vez por Philippe Pinel[3] en 1809 en su "Traité de la mente", donde describe una forma clínica novedosa de enfermedad mental que denomina "manía razonante". El paciente no es un "enfermo de la inteligencia" y sí de sus "instintos", comportándose de forma maligna respecto de las personas, siendo la falta de educación la causa principal de la patología.

Fue el psiquiatra francés Morel (1828) el primero en llamarla “locura de los degenerados”.

En 1835, James Cowles Pritchard hizo célebre su expresión de “moral insanity” para aludir a los locos morales o personas sin sentimientos que no pueden controlarse y cuya ética es mínima y sui géneris.
Su descripción coincide con el psicópata tal como se lo caracteriza en nuestros días.

Tres posiciones con respecto a la psicopatía en la psiquiatría son las que dominan el panorama antes de la llegada del DSM―IV[4]: una es la escuela más constitucionalista que se ciñe a los factores constitucionales como determinantes. La otra es la escuela social, más vinculada con la exterioridad sociocultural. Y la tercera es la influencia que tuvo el psicoanálisis en relación a la sexua­lidad.

En los últimos años, la hegemonía de la psiquiatría americana y su manual DSM―IV ha ido reemplazando el concepto de "psicopatía" por el TAP, "Trastorno Antisocial de la Personalidad". La locura sin delirio, locura de los degenerados, moral insanity, de otrora, ha sido reemplazada por el trastorno antisocial de la personalidad.




El psicópata

“En el momento de la llegada a casa, (Lajos) hizo su puesta en escena, actuó y recitó su papel con evidente placer: habló de los dos niños con un tono difícilmente calificable, acompañando sus palabras con gestos dramáticos y falsos, como si se tratase de unos huérfanos. Ya sus primeras palabras parecieron una acusación, una acusación y una exigencia. ‘Los huérfanos’, así calificó a sus hijos ante Tibor y Laci, a unos niños que se habían hecho ya adultos… ‘Los huérfanos’, dijo Lajos, acompañando sus palabras con una mirada llena de compasión, al mostrar a los hijos de Vilma, quienes de hecho eran huérfanos, huérfanos de madre, pero que eran más fuertes que su propio destino: habían crecido y regresaban con nosotros haciendo gala de un aspecto tranquilizador.
Me resulta difícil explicar todo aquello. Estábamos de pie, confundidos, delante de los huérfanos, con la mirada baja.  Lajos los mostraba de todos lados, desde todos los ángulos, de frente, de costado, haciéndolos girar, como si se los hubiese encontrado en la calle, como si se hubiese encontrado a unos niños mugrientos y mal vestidos, abandonados de la mano de Dios, y como si alguno de los presentes ―Tibor, Nunu o yo― fuéramos los responsables de su destino.  No dijo nada al respecto, pero nos estuvo mostrando a Eva y a Gabor así desde el primer instante.  Y lo más extraño es que nosotros ―viendo a aquellos dos jóvenes bien cuidados, visiblemente bien vestidos, sospechosamente maduros y demasiado bien enterados de todo, que acababan de caernos desde la luna― sentíamos que hasta cierto punto éramos responsables de ellos, responsables, en el sentido práctico de la palabra; como si nos hubiésemos negado a compartir nuestro pan o nuestro afecto con ellos, aunque tuvieran el derecho y la necesidad de ello”.[5]


El término de psicopatía desde la perspectiva de la semiología psicoanalítica no tiene un lugar claramente determinado ya que el campo psicopatológico está en relación a la neurosis, la psicosis y las perversiones.
Lo que históricamente se ha llamado psicopatías constituye un campo demasiado amplio que, desde una perspectiva psicoanalítica, no  puede ser abordada como una categoría unitaria.
Muchas veces se han generado confusiones con respecto a la psicopatía y a las perversiones, disquisiciones que no es objetivo de este trabajo desarrollar, por lo que simplemente diremos que si bien el psicoanálisis carece del concepto de psicopatía, trabajaremos el tema en el sentido de lo que Freud y Lacan abordaron con el concepto de perversión.
Roberto Mazzuca[6] plantea que a la psicopatía sería necesario distinguirla en dos categorías: una que es la que se entiende como “personalidad antisocial o sociópata” y es en la que se utiliza violencia física y coerción contra la voluntad del otro. Esta categoría está regida por las conductas antisociales, la agresividad, la destructividad y falta del control de impulsos.

La otra categoría Mazzuca la llama “verdadera psicopatía” y se trata de ejercer otro tipo de violencia: la emocional. Aún en el caso de que se pudiera hablar de un acto delictivo, éste se produce estimulando la intervención del otro hasta obtener su complicidad y no por el lado del forzamiento.
Los rasgos distintivos de esta categoría son: la locuacidad, la falta de remordimientos y la renuencia a aceptar responsabilidades.[7]

Es fundamental remarcar la diferencia entre lo que se entiende como sociópata o personalidad antisocial de la personalidad y psicópata; el primero en su acto coercitivo atraviesa lo íntimo, lo privado y lo público sin pedir permiso, en cambio el psicópata busca la complicidad y la anuencia del otro.

Lajos, indudablemente está en el grupo de los “verdaderos psicópatas” ya que conmueve en una manipulación teatralizada sin ningún tipo de violencia física. Se trata de una personalidad cínica, calculadora, frívola, infractora, mentirosa y sin escrúpulos, pero también de una personalidad irresistible y encantadora para su público, en este caso Ezster.

“Me miraba sonriente, con una sonrisa extrañamente humilde. Como si estuviera diciendo: ‘Ya ves, al fin y al cabo, no están complicado’. No me había sorprendido en lo más mínimo si se hubiese frotado las manos, como un comerciante satisfecho que, después de hacer un negocio especialmente fructífero, se queda asolas con los miembros de su familia y, en ese estado de ánimo efervescente, empieza a planear otros negocios, todavía más prometedores y sustanciosos. No se apreciaba en su rostro ni la más mínima señal de vergüenza o de oprobio. Estaba contento, se le notaba una alegría infantil.

(Lajos)… ‘Yo siempre he sido un hombre débil. Me hubiese gustado hacer algo en este mundo, y creo que disponía de algún talento para ello. Sin embargo, la intención y el talento no son suficientes. Ahora ya sé que no son suficientes. Para la creación hace falta algo más… una fuerza especial, una disciplina; o las dos juntas. Creo que es a esto a lo que se suele llamar carácter… Esa capacidad, ese rasgo es lo que me falta a mí. Es como la sordera. Como la sordera de alguien que conoce las letras musicales que está tocando, pero que no oye los sonidos. Cuando te conocí, no sabía esto con la precisión con la que te lo estoy contando ahora… no sabía tampoco lo que tú eres para mí: mi carácter. ¿Lo entiendes?'

―No― le respondí con sinceridad.
No eran sus palabras las que me sorprendían, sino que su tono de voz y su manera de hablar. Nunca lo había oído hablar así. Hablaba como una persona que…  Me resultaba casi imposible describir su tono de voz. Hablaba como la persona que ve algo, la verdad, un descubrimiento, sin haber llegado a ello, pero atisbándolo, y que trata de comunicar desesperadamente sus impresiones a los demás. Hablaba con una persona que siente algo. Yo no estaba acostumbrada a ese tono de voz en Lajos.
Lo observaba en silencio.

―Sin embargo, es sencillo ―dijo―. Lo comprenderás. Tú fuiste… tú hubieras podido ser para mí lo que me faltaba: mi carácter. Uno se da cuenta de estas cosas. Una persona que no tiene carácter o que no tiene carácter perfecto, es un inválido en el sentido moral de la palabra. Hay muchas personas así. Son seres perfectos en todos los sentidos, pero es como sí le faltara un miembro, una mano, un pie. Luego, se les pone una prótesis y se vuelvan capaces de trabajar, de ser útiles para el mundo. Perdóname la metáfora pero tú hubieras podido ser una prótesis así para mí… Una prótesis moral. Espero no ofenderte ―añadió, y se inclinó hacia mí con ternura”.[8]

Lajos no se siente transgresor, simplemente confiesa que le falta carácter, el que le podría haber dado Ezster, la única culpable de su desdicha.
Es muy clara su ausencia de culpabilidad; él demanda, impone formas sutiles de exigencia e incita a Ezster a sentir culpa y lástima por él.
Un discurso lleno de matices en donde la seguridad, la convicción y la rapidez están presentes, cuestiones éstas bien presentes en el psicópata.
El psicópata actúa y hace actuar, porque “inocula”[9] la complementariedad. Lajos no busca respuestas sino la complementariedad de Ezster; esta complementariedad es en espejo, ya que la mueve a hacer lo que él no asume. Necesita del otro, del cual está en constante dependencia.

(Ezster) “―No lo creo ―insistí, obstinada―. Y aunque así fuera, Lajos, no puedes haber deseado que alguien te estuviera acunando toda la vida por ser una persona moralmente imperfecta. Una mujer no puede ejercer de nodriza moral durante toda su vida.

―Una mujer, una mujer― repitió, haciendo una ademán de desprecio―. Se trata de ti, Eszter. Se trata de ti ―dijo con decisión y cortesía.

―Una mujer― insistí, y sentí que la sangre se me subía a la cabeza―. Ya sé que se trata de mí. Hace mucho tiempo que me harté de ser un ejemplo de un ideal falso. ¡Entérate de una vez! Ya no tiene ningún sentido decirlo… Quizá tengas razón, no se puede estar callado durante toda una vida. No creo ninguna de tus teorías, Lajos, pero creo en la realidad. La realidad es que me has engañado.
Antes, con un lenguaje romántico se hubiese dicho que estabas jugando conmigo. Tú eres un jugador de cartas muy especial: alguien que juega, en vez de con cartas, con pasiones y con seres humanos. Yo era una dama en tus juegos. Luego, te levantaste de la mesa y te fuiste… ¿Por qué? Porque estabas aburrido. Te fuiste porque estabas aburrido. Ésa es la verdad. Ésa es la horrible e inmoral verdad. A una mujer se la puede apartar, tirar, como se tira una caja de cerillas vacía, por pasión, porque es así la naturaleza del hombre, porque es incapaz de mantenerse al lado de una mujer, o porque quiere lograr más, llegar más alto, y utilizar para ello a todas y a todos. Todo esto lo puedo comprender… Es infame, pero tiene algo de humano. Pero tirar a alguien sólo por aburrimiento… Eso es peor que infame. Para eso no hay perdón, porque es inhumano. ¿Me comprendes? [10]

El canalla
Lajos ha engañado a toda la familia de Eszter: a unos les debe dinero, a otros directamente les ha robado. Es un verdadero vividor y "un canalla", le asegura Endre, el viejo notario y amigo de la familia.
Pero ¿qué es un canalla? Este es un término que tiene una aparición muy puntual en la enseñanza de Lacan.
En “Radiofonía y televisión”[11] Lacan manifiesta: “… pienso que hay que rehusar el psicoanálisis a los canallas: he ahí seguramente lo que Freud disfrazaba con un pretendido criterio de cultura... y si me atrevo a articular que el análisis debe rehusarse a los canallas, es que los canallas se vuelven necios, lo que sin duda es un adelanto, pero sin esperanza, para retomar vuestro término”.
¿Qué es lo que Lacan define como canalla? Se refiere a la posición (canalla) en tanto ocupa el lugar del gran Otro en relación a los pequeños otros. Esto está planteado en el sentido de que al psicópata se le atribuye la capacidad de manipular a las personas.
Lajos sabe exactamente lo que hace y por qué lo hace. Conoce la ley, distingue entre el bien y el mal y es plenamente consciente de sus actos en el momento de accionar.
Algunos psiquiatras hablan de que el psicópata “cosifica” [12]; en la cosificación se trata de quitarle la jerarquía de persona al otro. Algo para usar y tirar. Algo descartable. En este caso Eszter.
El psicópata tiene la capacidad ―ocupando el lugar del gran Otro― de mandar sobre el deseo y el goce del pequeño otro. Esto es lo que permitiría asimilar el concepto de canalla al de psicópata.
El canalla carece de culpa y responsabilidad en su posición de sujeto. La culpa para el canalla es siempre de los otros.

“― ¿Dónde están tus limites, Lajos?

Parpadeó al tiempo que miraba la ceniza de su cigarrillo.
― ¿Qué pregunta es ésta? ¿De qué limites me estas hablando? –me preguntó, inseguro.

¿Dónde están tus límites? –le volví a preguntar―. Yo creo que cada ser humano tiene unos límites interiores, dentro de los cuales se sitúan sus conceptos sobre el bien y sobre el mal. Sobre todos los demás aspectos que pueden ocurrir entre los seres humanos. Pero tú careces de límites por completo.

―Todo eso son puras palabras –observó, con un movimiento de la mano de aburrimiento―. Límites, posibilidades. El bien y el mal. Son puras palabras, Eszter. ¿Has pensado alguna vez en que la mayor parte de nuestras acciones no tienen ningún sentido ni ningún fin? Uno hace lo que hace, sin pensarlo, sin obtener ningún beneficio ni ningún placer con ello. Si examinas tu vida, te darás cuenta de que has hecho muchas cosas sin querer, simplemente porque se te ha presentado la ocasión para hacerlas”.[13]

Puras palabras las de Lajos; ningún escrúpulo, sin vacilaciones. Su convencimiento y seguridad proviene de que no posee alteridad; no acepta al Otro con mayúscula, él es el Otro con mayúscula.
El otro pequeño es nada, no merece nada, Ezster es nada.
Lajos no se angustia pero no le ahorra esa experiencia a su ex amada. Por eso asume un papel activo para sumir al otro en la experiencia de la angustia.

El partener del psicópata

“Estaba tranquila, casi alegre. Me sentía ligera y sin preocupaciones. El hecho es que comprendí algo en aquel instante, a través de las palabras de Lajos; algo que me resultaba más fuerte, más inteligible, más categórico que todo lo que él hubiese podido decir en contra de mí o en defensa de sus planes. Naturalmente, no creía ni una sola palabra suya… y esa incredulidad se me antojaba divertida. Mientras Lajos hablaba, yo comprendí algo sin que fuera capaz de poner en palabras el sentido de esa verdad sencilla y elemental que me tranquilizaba. Lajos estaba obviamente mintiendo… No sabía exactamente en qué pero mentía. Quizá no mintiese con palabras, ni con los sentimientos, sino simplemente con su ser; por el hecho de ser él mismo, de no poder ser otra cosa; como antaño tampoco había podido ser otra cosa de lo que fue. De repente, me eché a reír, no con ironía sino con sinceridad, con unas verdaderas ganas de reír. Lajos no comprendió mi risa.

― ¿De qué te ríes?― me preguntó con suspicacia.

― De nada – le respondí―. Continúa.

― ¿Estás de acuerdo?

― Sí― le dije―. ¿Con qué? Sí, estoy de acuerdo –añadí rápidamente.
Bien― observó―. Entonces… Mira, Eszter, no vayas a creer que puede ocurrir algo en contra de ti o en tu perjuicio. Las cosas se tienen que arreglar, en una manera sencilla y honrada. Vendrás conmigo. Nunu también. Quizá no al mismo tiempo, un poco después. Eva se casará. Hay que liberarla –explicó en voz baja, con complicidad―. Y a mí también. Todavía no puedes comprenderlo todo… Pero confías en mí ¿verdad? –me preguntó en voz baja, inseguro de sí mismo.

― Sigue hablando― le dije, también en voz baja, también con complicidad.― Claro que confío en ti.

― Eso es lo único que importa― murmuró, muy satisfecho―. No creas que me voy a aprovechar de tu confianza –continuó, en un tono de voz más alto―. No quiero que decidas sola. Iré a llamar a Endre. Él es amigo de la casa. Es notario, entiende de estas cosas. Es mejor que firmes delante de él –dijo con aire de generosidad.

― ¿Firmar qué? –pregunté, casi susurrando, como si ya hubiese accedido a todo, como si hubiese aceptado la tarea, como si tan sólo me interesara por los detalles.

― Este documento –respondió―. Este documento que nos permitirá arreglarlo todo, para que puedas venir con nosotros, para que puedas vivir…

― ¿Contigo?―le pregunté.

― Con nosotros― respondió en un tono más inseguro―. Con nosotros… Cerca de nosotros.

― Espera –le dije―. Antes de llamar a Endre…, antes de firmar…, podrías al menos aclararme una cosa con mayor precisión: tú quieres que lo abandone todo y que me vaya contigo. Eso ya lo he comprendido. Pero, ¿qué ocurrirá después? ¿Dónde quieres que viva cerca de ti?

― Hemos pensado –dijo despacio, sopesando sus palabras, hablando en general― que podrías vivir cerca de nosotros. Nuestro piso lamentablemente, no es lo suficientemente amplio. Pero hay un hogar cerca, donde viven damas solitarias. Muy cerca de donde estamos nosotros. Podríamos vernos muy a menudo –añadió con tono motivador, como para animarme.

― Un hogar de caridad ¿verdad? –le pregunté, muy tranquila.

― ¿Un hogar de caridad? –objetó, muy molesto―. ¡Qué palabras! Ya te digo que es un lugar en donde viven auténticas damas. Como tú y como Nunu.

― Como yo y Nunu –repetí sus palabras.

Esperó un rato. Luego, se acercó a la mesa, sacó sus cerillas y con un movimiento inexperto y taciturno, encendió la lámpara de petróleo.
― Piénsalo bien –me aconsejó―. Considéralo. Léete el documento antes de firmarlo. Léetelo con atención.
Sacó del bolsillo interior de su chaqueta un folio que estaba plegado en  cuatro, y lo colocó en la mesa con un ademán modesto. Me miró otra vez de arriba abajo, con una sonrisa alentadora y benévola, se inclinó ligeramente y salió de la habitación con pasos rápidos y juveniles”.[14]


Ezster no es psicopática, más bien lo contrario, pero necesita de Lajos; en ese punto son un verdadera pareja.
Ella se ubica en dependencia de la demanda del Otro. Esto es común en algunas neurosis, le gusta hacerse demandar. Ella en definitiva participa activamente de la escena. Podría negarse a escuchar o podría ser ingenua, sin embargo, usa sus recursos para que Lajos le sugiera o le ordene.
Todas diferentes formas de la demanda con las que espera sobre todo obtener el reconocimiento del Otro.
Ezster se constituye como víctima aceptando un destino que está marcado:

“Cuando, transcurridos unos minutos, Endre entró a mi habitación, yo ya había firmado el documento, que era una suerte de contrato en el que yo autorizaba a Lajos a vender la casa y el jardín”.[15]


[1] Márai. S. “La herencia de Eszter”. Pág 7-8. (2006)
[2] Márai. S. “La herencia de Eszter”. Pág 9-10 (2006)
[3] Estos conceptos históricos sobre psicopatía se pueden ampliar en una muy buena compilación sobre el tema: “Psiquiatría y psicoanálisis 2” del Departamento de estudios sobre psiquiatría y psicoanálisis (CICBA), ED. Grama, Bs As, 2008.
[4] DSM IV TR Manual diagnostic y estructuras mentales, ED Masson, Barcelona, 2005
[5] Márai. S. “La herencia de Eszter”. Pág 64-66 (2006)
[6] Mazzuca, R., “El psicópata y su partener”, Revista Alcmeón N°9, Bs As, 2000.
[7] Conferencia presentada en el 8º Congreso Internacional de Psiquiatría organizado por la Asociación Argentina de Psiquiatras, miércoles 24 de octubre de 2001, Buenos Aires. Mesa Redonda: “Temas de Psicopatía”.
[8] Márai. S. “La herencia de Eszter”. Pág 123-127 (2006)
[9] Un término empleado por el psicoanalista Rafael Skiadaressis que me pareció acertado.
[10] Márai. S. “La herencia de Eszter”. Pág 135-138 (2006)
[11] Lacan, J.Radiofonía y Televisión”. Ed. Anagrama Bs As, 1977

[12] Nestor Yellati,“Psicópatas, antisocial, canalla” en “Psiquiatría y psicoanálisis 2”, ED. Grama, Bs As, 2008, es quien trabaja exhaustivamente estos conceptos.
[13] Márai. S. “La herencia de Eszter”. Pág 140 (2006)
[14] Márai. S. “La herencia de Eszter”. Pág 139-151 (2006)
[15] Márai. S. “La herencia de Eszter”. Pág 153 (2006)