Amores puntuales (Publicado en ¿Hablamos de amor?, Ediciones de la Plaza 2008)

Me encontraba a punto de arribar a mi casa. Una conversación pendiente y crucial con mi mujer aclararía nuestro porvenir.  Tres días sin dormir en mi cama: un ultimátum de su parte para que reexionara era el motivo de mi deserción. Me echó para que recapacitara. Marchábamos a los tumbos; mi esposa me reclamaba mayor participación en tiempo y en dedicación. Trabajaba mucho, es verdad, pero tenía motivos fundados para hacerlo. La amaba profundamente pero los imponderables de la vida nos separaban irremediablemente.
Había salido temprano de la ocina para poder hablar tranquilo con ella, pero sobre todo, para que comprobara mi intención de cambio. Estaba decidido a modicar ciertas actitudes mías, las que muchos calicaban como patológicas. Trabajaba más de doce horas diarias a cambio de un salario aceptable, que se dilapidaba rápidamente por asuntos externos a la pareja. Le imploré una última oportunidad y para demostrarle mi intención de cambio, le escribí en un papel una serie de pautas que estaba dispuesto a cumplir.La primera tenía que ver con llegar a casa temprano. Hasta ahora siempre algún motivo externo difería mi regreso en forma exasperante.
Su voz en el teléfono sonaba complacida por mi determinación y me ofreció una cena como señal del reencuentro. Por primera vez en años llegaba para la cena y, seguramente, a lo que sería el comienzo de una serie de cambios en torno a nuestra convivencia plagada de dicultades. Cuando me disponía a abrir la puerta de entrada del edicio en el que vivíamos me encontré con una señora sentada. No parecía marginal, me miró como pidiendo ayuda. Bajé un par de escalones y le pregunté si se encontraba bien. Estaba acostumbrado a ver esas mujeres marginales sentadas en el suelo, como en su propio mundo, hablando solas, llorando o pidiendo; pero ésta se mostraba diferente.
Bastante mayor, calculo que unos ochenta años, me hizo acordar a mi abuela por su pollera negra y su pelo blanco gastado. Estaba arrugada; es posible que los pliegues de su rostro guardaran muchas vivencias. Sin embargo, era imposible acceder a ella, se encontraba en un aturdimiento indescriptible. Respiraba jadeante,con un resoplo agrio y angustioso que indicaba algo más. Le pregunté, nuevamente, si se encontraba bien. Su mirada asombrada se volvió seca y vacía. Su respiración se agitó aún más, desplomándose en mis brazos suavemente. Me encontré abrazado a una mujer que no era mía, apenas a un metro de la puerta de entrada. Parecía una broma macabra: un abrazo robado me alejaba del añorado abrazo a mi mujer. La imposibilidad se apropiaba nuevamente de mi destino, jugándome una mala pasada. Mis sueños, como la anciana, comenzaban a desmoronarse. En medio de aquel desconsuelo me imaginé a mi esposa esperándome impaciente, o lo que era peor, derrotada por mi impuntualidad. Ella siempre había sido condescendiente conmigo, quizás demasiado, soportando estoicamente los abusos de mi parentela. Días atrás habíamos mantenido una enérgica discusión por Eliana, mi prima. Ella era como una hermana para mí, pero su trato parecía más el de una hermanastra despiadada. El motivo de su comportamiento probablemente estuviera fundado en la desquiciada convicción de que el mundo le debía algo, y yo –por supuesto–, integraba parte de ese mundo. Eliana carecía de lo que se podría establecer como capacidad instrospectiva. Culpaba a todos por sus errores, exigiendo resarcimiento. Como aquel día en que apareció en mi casa, sin aviso, pidiéndome trabajo como empleada doméstica. Era una locura que siendo mi pariente, además de abogada, solicitara algo así. No era demasiado afecta al trabajo, eso lo sabía toda la familia. Como profesional casi no ejercía y mucho menos le interesaban las tareas hogareñas; por lo que interpreté rápidamente su   como un ultraje, lo cual, dados los antecedentes, no era difícil de pensar. Después de consultarlo con mi mujer, le manifesté sin rodeos que su planteo era insensato, además de pretender un sueldo imposible de pagar, más cercano al de abogada que al de doméstica. Mi negativa fue rotunda. Me amenazó, entonces, con irse del país y me responsabilizó por el “daño colateral” que –según ella– esa decisión provocaría: la muerte de su madre de tristeza.
Mi prima era lo único que mi tía tenía en la vida: su marido había muerto hacía años y sus dos hijas mayores estaban fuera del país. El ultimátum de Eliana no dejaba de ser coherente con su conducta y angustiante para mí. Desesperado por su profecía, recurrí a mi mujer otra vez. Ella me hizo recapacitar y me brindó la convicción de la cual carecía. Mantuve, con la ayuda marital, mi postura intransigente. Frente a mi nueva negativa, mi prima me reclamó, al menos, compasión por su situación. La compasión era una forma elegante de nombrar al dinero: me solicitó una especie de salario que le permitiera llegar a n de mes. Como nuestra relación siempre estuvo marcada por la creencia mutua de mi sometimiento, no tuve más remedio que aceptar. Sin consultar esta vez a mi esposa, llegué al desconsolado acuerdo de una mensualidad, hasta que pudiera salir del mal momento. Indudablemente un mal negocio en todo sentido. Por el lado de mi mujer provocó un disgusto de importancia: estaba decepcionada por mi blandura. Ella -como yo- sabía que los “momentos” de Eliana podían durar años. Por el lado de mi prima tampoco fue mejor. También se sintió des- ilusionada conmigo por no haber accedido totalmente a sus demandas, por lo que decidió evitar cualquier encuentro social. Nuestra relación a partir de ese momento se reduciría a depositarle el “salario” en una cuenta bancaria.
La anciana me arrancó de mis nostalgias con un desmayo profundo. La acosté en la escalera ociando de improvisado almohadón. No podía dejarla sola; hubiera sido un acto inhumano. Mis angustias personales podían esperar un rato más; después le explicaría a mi mujer, como en tantas otras ocasiones. Rogué por que viniera el portero a auxiliarme, pero sabía que era improbable: siempre estaba ocupado cuando más se lo necesitaba. Intuí que se trataba de algo grave cuando la mujer perdió el control de sus esfínteres. La apreté fuertemente y pedí ayuda a los gritos. Un pequeño charco en la escalera me rodeó, un líquido apenas tibio impregnó mis zapatos. La anciana me miró de forma desesperanzada, una desesperanza muchas veces experimentada por mí. Me vi reejado en la mirada de la anciana porque, de alguna manera, era mi propia mirada la que se descubría en ella. Su desesperanza, inexplicablemente, me hacía entender el origen de la mía: la invasión sistemática de mi familia en mi vida. Como un destello, recordé el primer trabajo perdido. Las llamadas insistentes de mi madre reclamándome por cosas de la cotidianeidad más intrascendente, produjeron el descontento de mi jefe, que no tuvo mejor idea que echarme por hablar demasiado por teléfono. Una madre tremenda, como salida de los cuentos de los hermanos Grimm, cuyo póstumo decreto fue encomendarme el cuidado de mi padre con Alzheimer. Sus últimas palabras antes de morir me dejaban la obligación, como hijo único, de cuidar a mi padre enfermo, una especie de sentencia que me pesó como una condena y de la que no me pude librar hasta años después. A mi padre le habían detectado Alzheimer mucho antes de morir mi madre, pero a partir de su fallecimiento la enfermedad empeoró. Al principio vivió con nosotros, pero su pérdida de memoria se volvió insoportable. Con el tiempo también se manifestó una pérdida de capacidad y disposición para hacer las cosas, además de una merma en el sentido de la orientación con respecto al tiempo y al lugar. Era casi imposible que se quedara solo; con mi esposa nos dividíamos la tarea de atenderlo. Su agresividad innata también se acrecentó en esos tiempos, haciendo de nuestras vidas un calvario. Durante los últimos meses que vivió en nuestra casa, su pérdida de uidez en el uso del lenguaje y la casi total ausencia de comportamiento reexivo y juicioso para cumplir cuestiones elementales, se volvió tan evidente y tan atroz, que no pudimos hacer otra cosa que internarlo en un geriátrico. En realidad, la determinación correspondió a mi mujer, que ya no aguantaba más la convivencia. Mi padre nunca me lo perdonó, jamás, aunque lo visitaba dos veces por día en una casa de salud que consumía la mitad de mi sueldo. Mi mujer, aunque me apoyó en todo momento, nunca entendió mi amor desmedido por él, quizás porque ella nunca fue hija única, o por ser mujer o porque quizás nunca tuvo un padre con Alzheimer.
La anciana nuevamente me arrancó de mis dolores y me regaló una última mirada, para cerrar sus ojos para siempre. Sucumbió en mis brazos, seguramente de un paro cardíaco, desesperada en su intento de pedir auxilio a un desconocido. A un extraño que, a su manera, también intentaba salir de un desencuentro, en este caso, existencial.
La miré con la nostalgia robada de algún recuerdo. Era imposible sufrir por alguien que desconocía, pero igualmente la propia escena me arrojaba a la congoja, una escena en la que también yo estaba en juego en la desesperanza y la incomunicación con mi mujer. Solo ahora lo entendía claramente. La señal póstuma de su deceso fue la de un canto etéreo que brotaba de sus partes íntimas. Quizás fuera el alma, en forma de hálito, que se desprendía de su cuerpo. Su pequeño euvio marcó para mí la inexorable muerte de la anciana.
El portero llegó tarde como siempre. Le pedí que llamara a un médico, por las dudas. Todavía no podía soltarla para avisarle a mi mujer que estaba abajo, interpretando el personaje de un ángel. Le rogué a una vecina, que llegaba en ese momento, que le contara a mi esposa lo ocurrido. La pobre quedó tan horrorizada por la escena que no me escuchó; solo atinó a llorar y a encerrarse en su apartamento. Sentimientos encontrados comenzaron a surgir en mí. Por un lado me entristecía toda la situación, pero por otro lado me exasperaba saber que no podía concluir con el cometido que me había propuesto: salvar mi pareja. Ahora, por n, sabía la respuesta: estaba dispuesto a cortar con mi familia, única forma de recomponer mi matrimonio. Sin embargo, teniendo la solución, me encontraba impotente con esta longeva enigmática. Hurgué entre sus ropas para encontrar alguna señal y así poder dar cuenta a su familia pero, sobre todo, para poder volver a mi vida. Solamente encontré unas llaves aferradas fuertemente a su mano. No sabía quién era. Probablemente viviera cerca, por eso no llevaba documentos; quizás era una vecina con quien me habría cruzado mil veces. Un policía llegó al lugar justo en el momento en que estaba husmeando en su ropa. Pensó que la estaba robando o, lo que podía ser peor, que estaba abusando de ella. Intenté explicarle lo que en realidad sucedía, pero no quiso escuchar. Prerió que llegara la policía técnica y el médico forense para evaluar la situación. El policía me indicó, con esa sequedad característica, que podía ser parte de la escena del crimen y por lo tanto quedaba, a partir de ese momento, inmovilizado.

Le pedí amablemente que me dejara tocar el portero eléctrico para anunciarle a mi esposa del infausto suceso y de paso decirle que estaba allí con la rme intención de recuperarla. El agente del orden no entendió razones y me dijo que tenía que quedarme en esa posición, y que estaba incomunicado. Entré en un estado de impotencia y confusión extremo, seguramente similar al padecido por la anciana en su intento desesperado por comunicar lo incomunicable. Nadie me entendía: el portero y la vecina habían desaparecido, el policía pensaba que era un degenerado y –lo peor de todo–, mi mujer se imaginaría que era un impuntual irremediable. Mi oportunidad de cambio se derrumbaba. Quizás esta sea la metáfora de mi destino –pensé- y esa frase resonando en mi cabeza me ayudó a asumir cierta tranquilidad. Cerca de una hora más tarde vino el médico junto a la policía técnica. Yo seguía en la misma posición. Me llevaron a declarar a la seccional. La cena reparadora era parte del pasado. Cuando la patrulla partía raudamente conmigo en su interior, divisé la gura de mi esposa. Salía en ese momento al palier, seguramente alertada por el ruido de la sirena. No había nadie en la entrada del edicio, parecía un territorio muerto, devastado. La anciana ya no estaba. La miré y me pareció que corrían las lágrimas por su cara. No lloraba por la anciana muerta, ni siquiera se percató de lo sucedido. Me pareció que lloraba por el futuro, con un sollozo desconsolado y denitivo. En ese momento entendí que a veces, aun teniendo las soluciones, los problemas no se arreglan. Preferí asumir mi destino señalado. En ese momento se me ocurrió pensar que mi madre y mi prima quizás no fueran tan malas.