El reel dorado.

Hace años, muchos años atrás un niño iba a pescar con su padre por primera vez. Una experiencia iniciática. Ese niño era yo. Mi padre me iba a regalar su caña de pescar preferida, era de fibra, además pequeña, flexible y roja, un acontecimiento en aquella época. Venía acompañada de un reel Penn con carrete versátil, dorado y un diseño hermoso. Era algo muy preciado en esos tiempos. Para mis ojos de niño un objeto inmaculado por lo menos. La caña roja, dúctil y chiquita, sumada a este reel increíble no podía menos que generar deleite. Era tan flexible que se doblaba con muy poco peso y atrapar a cualquier pez, grande o mínimo, se convertía en un espectáculo atrayente. La caña se arqueaba ni bien algún pez mordía el anzuelo, produciéndose una lucha frenética y magnificada por la fibra roja que se contorsionaba en el aire. Parecía una historia que no le iba en saga al maravilloso libro “El viejo y el mar”.

Mi padre me llevó a las rocas de Punta Fría, esas que aparecen una y otra vez en mis relatos y en pocas palabras me dijo que ese objeto iba a ser mío. Me iba a regalar su caña, símbolo de poder, un legado, una sucesión de un pescador consagrado a su pequeño aprendiz. Tenía obviamente que enseñarme a usarla. Me explicó el procedimiento para tirar en largo, el seguro que había que poner y sobre todo el cuidado que había que tener. Había que reparar en dos cuestiones fundamentales, reglas de oro para quien sabe de su oficio: tener en cuenta a las rocas sumergidas traicioneras que se tragaban los anzuelos y  las “galletas”. Esto último era una preocupación para él, había que estar atento en el momento del lanzamiento al mar que la tanza no saliera demasiado rápido del carretel porque podría generar un enredo en la línea, a eso se le llamaba “galleta”. Estas marañas que se podían producir podían ser mortales para la posibilidad de pesca, ya que muchas de las veces no había otra forma que cortar la tanza y armar de nuevo.

Después de su explicación me avine a tirar por primera vez en esa magnífica pieza que estaba en mis manos. Quise impresionar a mi padre y tiré con todas mis fuerzas. Anhelaba que sintiera admiración por mí. Estaba nervioso sin dudas, era como un examen exigente frente a un gran maestro. El lanzamiento fue mucho menos espectacular de lo que imaginé, pero lo que si fue impresionante fue la “galleta” que se armó. Sin dudas reprobé el examen con la peor nota. Mi padre me miró con enojo pero no dijo nada, observó el enredo en el que estaba el hilo del reel y no hubo más remedio que cortar parte de la tanza para que el resto pudiera ser útil. Volvió a armar la línea con una nueva plomada y otro anzuelo, se tomó su tiempo mientras yo miraba en silencio. Las rocas me acompañaban como testigos.

Ya con todo pronto para comenzar de nuevo, tomé la caña vivaracha y la lancé con menos arrogancia, quería que funcionara. Ni bien la plomada tocó el agua, una galleta descomunal se fue armando en el reel. Miraba con desesperación lo que iba pasando, sin poder atinar a hacer nada. El instrumento de pesca quedó inutilizado y mi padre no me dio una tercera oportunidad. Eran tiempos donde no existían los padres dóciles. Nos fuimos derrotados. Yo aun más que mi padre porque entendí que le había fallado. 

No obtuve el regalo preciado y lo que es peor nunca más pesqué con él, o mejor dicho, mi padre nunca más pescó conmigo.

Si bien siempre tuve una muy buena relación con mi padre, un hombre querible además, esa “galleta” perduraría por siempre. Ese momento maldito sería recordado por mí como una herida amarga. Por años no me interesó la pesca en ninguna de sus formas.

Cuando ya pasaba la treintena de la vida, un amigo me invitó a pescar embarcado y retomé el gusto. Eran momentos gloriosos el de tirar aquel bote de goma llamado zodíaco en las rocas y adentrarse en aguas profundas de Punta Colorada. Mi padre, al enterarse de mi nueva afición, me regaló todos sus tesoros, desde la caja de pesca hasta dos o tres cañas que conservaba. Él se había retirado de ese oficio, estaba grande ya, pero quizás recordó aquel sinsabor del pasado y saldó cuentas. Finalmente, hacía el pasaje de generación y me ofrecía sus bienes. Ya no estaba entre ellos la pequeña y vivaz caña, pero sí aparecía el reel Penn dorado. De alguna manera, la “galleta” comenzaba a desenredarse.  

Ayer por primera vez fui a pescar con uno de mis hijos. En las mismas rocas que me había llevado mi padre. Un lugar de especial significado, un mar de recuerdos y lleno de historias.

Con un poco más de palabras que mi predecesor, le indiqué los procedimientos a mi hijo y sobre todo las trampas que encerraba aquel reel Penn. Mi hijo me escuchó en silencio, como si aquello fuera una clase importante. Le advertí que tuviera cuidado con la “galleta”. 

Con la misma arrogancia infantil que yo tuve, lanzó con fuerza la tanza emplomada. Otra vez la maraña en los hilos, otra vez el enredo en los padres y en los hijos, solo que esta vez yo ocupaba el lugar difícil de la historia. Mi hijo quedó en silencio. Con la experiencia del pasado no quise cometer el mismo error. Tomamos la caña y poco a poco logramos desarmar la “galleta”. Lo sentí como una victoria personal. 

Mi hijo no se amilanó y tiró nuevamente, esta vez con más fuerza aún, la plomada aferrada al hilo de plástico resplandecía. Se asemejaba a un cometa que surcaba la divisoria que se conforma entre el cielo y el mar. Demoró en caer al agua mucho más de lo que la física certificaría, pero no era la ciencia lo que estaba en juego, sino el resquicio atemporal que se instalaba en tres generaciones. Era también mi propia plomada la que esta vez sí caía en el lugar indicado, y con un lanzamiento preciso y justo, como esos que pocas veces se dan en la vida.

Quise imaginar que mi padre estaba presente de alguna manera, por lo menos como parte de ese mar verde como sus ojos. Como esos que muchas veces me miraron con orgullo, como cuando presenté mi primer libro y me dijo “este momento también es muy importante para mí”. Escribiendo esto ahora reparo que quizás ahí recién pude desarmar definitivamente la “galleta” con mi padre.

Un buen tiro el de mi hijo que me ayudó a recuperar, ahora sí, definitivamente, aquella caña flexible y roja. Un viaje en el que abuelo, padre e hijo se cruzan en un lanzamiento. Un pasaje de generación, donde de alguna manera, los tres estamos.