Novedades

Firme, despacito
Ganando coraje
La pluma fue llenando mi renglón
Luego puse quinta
Y apreté los dientes
Y todo fue encontrando su razón
(La vela puerca)

Dentro de unos meses saldrá un libro mío por primera vez con el Grupo Santillana.
Va a ser un libro sobre casos clínicos, algunos que ya conocen y otros nuevos.
Muy feliz que por primera vez un psicoanalista lacaniano edite con esta prestigiosa editorial.

Gracias a Lourdes Pérez, Patricia Arbilla, Edmundo Canalda, Juan Quintana por creer en mis textos y editarme en su momento.

Gracias a mi próxima editora Ana Laura Lissardy por creer en mi presente.

Habemus Papa


Habemus Papa, la película del italiano Nanni Moretti, con una soberbia actuación de Michel Piccoli no es una comedia, no trata de un psicoanálisis tampoco, ni siquiera de la custión de la fe. El film se pregunta ante todo por las formas que asume la representación del poder y que hacer con los designios que tenemos que cumplir.



¿Qué hace a un hombre ocupar el lugar del padre?



Menudo problema ocupar ese lugar, mucho más complejo cuando se trata de lugar del Santo Padre. Melville el protagonista de la película, es elegido para ser el sumo pontífice, cuando está por aparecer por primera vez en el balcón de San Pedro para saludar a sus fieles sufre un ataque de pánico y huye despavorido. Cuando debe hacer frente a su función reciente, y legalizar públicamente su nuevo estatuto, lo invade un sudor frío corre por su espalda, hiperventila, aumenta desmedidamente sus pulsaciones, en definitiva: esta tomado por el miedo, cuadro característico que ahora llaman crisis de ansiedad o ataque de pánico.

La anécdota sirve para poder pensar ¿hasta que punto estamos preparados para los mandatos que nos tocan afrontar?

El cardenal Melville aparece abrumado por el lugar que le tocó ocupar: el del santo padre, el padre de los padres. Su respuesta frente a esto no se hace esperar: “tengo una suerte de sinusitis mental”, plenamente consciente de su condena queda abrumado por una profunda depresión.

Cuando muchas veces no se sabe a quién recurrir, se recurre al psicoanalista, eso es lo que hace el vaticano. Convocan a un psicoanalista para que ayude a Su Santidad a superar lo que le pasa. Sin embargo el psicoanalista descubre que no sólo no está autorizado a tener una entrevista a solas con su paciente (todos los cardenales escuchan “la entrevista”), sino que tampoco puede preguntar por la historia de Melville. O sea, nada de psicoanálisis! nada de lo que pueda tener sentido en la formación de lo que le pasa. Sin introspección y asociación no es posible generar un sentido.

Leí una crítica de cine que decía que en la película se vive en un enorme suspenso, y es verdad. Todos los personajes están a la expectativa, a la espera de que suceda algo, mirando hacia arriba en busca de una respuesta, los fieles esperan en la Plaza de San Pedro, los cardenales esperan una leve señal de mejoría del Santo, el mundo, a través de la televisión en vivo y en directo espera ansiosamente una respuesta, hasta Melville escapado del Vaticano, y en plena crisis existencial, parece esperar una señal. Pero la senal para Melville no está afuera sino adentro y eso es lo que lo hace ir su busca. Melville se las ingenia, para poder hablar de lo que le pasa con una psicoanalista, intenta cercar algo de su sufrimiento, pero sobre todo algo de su verdad... Quizás lo más importante de la película sea el mostrar que no hay huida al sufimiento… simplemente se trata de poder hacer algo con eso.

Amores filiales


Abrió los ojos. Despertó angustiado.
La siesta de verano era de los pocos lujos que se podía dar Alberto Fernández en su licencia.
Una imagen inenarrable como salida de una pesadilla infantil se infiltró en su sueño. Se revolvió en la cama con dificultad, ya que su cuerpo parecía seguir dormido.
Un despertar amargo, demasiado cercano al de un sueño roto en todo sentido.
Alberto Fernández restregó sus ojos. Transitaba por tiempos difíciles.
Como una prolongación infausta de la pesadilla, un frío inexplorado y doloroso le entorpecía el movimiento.
Le rememoró el provocado por los chapuzones de diciembre en las aguas oceánicas de Cuchilla Alta. Su balneario: agreste, poco explorado, de un mar salvaje y rocoso; pero fundamentalmente, un lugar atado a sucesos importantes de su vida.
Las calles de Cuchilla Alta eran de tierra colorada, de un rojizo extraño, mezclado con el color de las rocas.
Se recordó de pequeño caminando descalzo; siempre lo hacía en los veranos. Tenía unos pies niños duros, roídos de caminar.
Las rocas lo serenaban, tenían un efecto hipnótico; las miraba quieto. Allí imaginó grandes novelas, grandes historias.
De grande pudo vivir de esas historias: era escritor. Probablemente su fuente de inspiración proviniera de las rocas rojas de la Cuchilla. Así le llamaban cariñosamente al balneario: “La Cuchilla”. 
Allí, sentado en las rocas imaginó su futuro un sinnúmero de veces, con diversos finales. Ninguna de sus fantasías tenía que ver con su actual existencia.
Los pies de Alberto Fernández ya no eran unos pies niños, ni su vida la fantaseada, ni siquiera el frío exagerado en su cuerpo era comparable al de los chapuzones de diciembre en el mar oceánico.

Manteniendo la misma posición que ocupaba en la cama, centró su atención en el ventilador que tenía encima de su cabeza. Llamativamente estaba apagado. Era un aparato vetusto, de los primeros que llegaron al país, con las aspas encorvadas por el tiempo. Sin embargo, cumplía con su función más allá de un silbido molesto producto del arqueamiento.
Pensó que aún seguía soñando, pero todo era demasiado real, imposible de camuflar en una siesta.

Con dificultad giró su cabeza y vio a Diego, su hijo. Lo quería demasiado aunque fuera el resultado de un amor de verano. Quince días juntos; ese era el arreglo judicial promulgado, lo estipulado. Había luchado por años por esa posibilidad.
Por fortuna, Diego estaba mejor, mucho mejor, y las historias que Alberto Fernández le contaba tenían mucho que ver con su mejoría.

Alberto intentó, infructuosamente, desplazarse de la cama. Estaba paralizado.
Especuló con la posibilidad de un paro cardíaco. Le costaba respirar y advertía un fuerte dolor en el pecho y en el brazo izquierdo.
Diego no parecía darse cuenta de lo que acontecía. Solamente lo miraba fijo. Si bien ahora podía establecer una relación casi fluida con las demás personas, durante meses se mantuvo en un mutismo siniestro.
Las separaciones afectan de modos distintos, mucho más cuando se trata de los padres.
Mientras contemplaba a su hijo, Alberto evocó la primera vez que le relató aquella historia maravillosa sobre los Catos. Ese fue el comienzo de una leve recuperación de Diego.
Los Catos eran una fantasía inventada por Alberto sobre una raza excepcional de ojos azules -como su hijo- que se le había ocurrido a partir de una película sobre guerreros espartanos.
A Alberto le causó una honda impresión aquel film porque, de alguna manera, enseñaba que los héroes no son necesariamente los que consiguen una medalla al final de la historia, sino que son personas que hacen lo correcto por el simple hecho de que sea correcto.
Con su facilidad como escritor para crear fábulas, se le ocurrió desarrollar una especialmente para Diego, una que tomara elementos de su cotidianeidad. Un intento desesperado de comunicarse con su hijo, de crear un vínculo que parecía perdido.
Los Catos pretendían reproducir al héroe espartano: siempre dispuesto a morir por el honor y los principios.
La leyenda imaginada comprendía algunos agregados, como el de que habían nacido de las rocosidades de Cuchilla Alta, además de ser altos, con cara felina y de una destreza ilimitada.
Con el tiempo les incluyó otro atributo: no tenían padres. Una raza sin progenitores, un linaje sin sufrimientos.
Alberto utilizó este recurso de la orfandad para forjar el carácter duro de esta raza, como ya se había probado en Batman, en el Hombre Araña y en una infinidad de comics más.
Esta fábula – que en cada encuentro que podía tener con su hijo relataba -penetró en el mundo autista de Diego como una especie de cura prodigiosa.
El ímpetu reflejado en las historias del padre parecía tomar cuerpo en Diego que, poco a poco, transformaba su realidad de modo considerable. El silencioso universo de Diego dio paso a uno bien diferente, uno poblado de seres fantásticos. Su atención se concentró exclusivamente en ser un Cato: corría, gritaba y peleaba como ellos en las historias contadas por su padre.

El frío del cuerpo de Alberto Fernández se transmutó en un intenso dolor metálico que le rasgaba el pecho. Apoyó su mano a la altura del corazón. Se sorprendió.
Su dolor no tenía que ver con una afección cardíaca sino con un objeto extraño. Un cuerpo resistente y punzante que laceraba su carne.
Alberto Fernández entendió que una puñalada certera era la explicación del frío y de los síntomas de apariencia precordiales.
El padre contempló a su hijo que seguía inmóvil, agazapado.
El niño tenía una mirada fría, como la de las aguas oceánicas de Cuchilla Alta. Cómo las relatadas en los ojos guerreros de los Catos.

-Hice lo correcto -dijo Diego secamente.

Alberto lo miró con ojos de padre. Solo los padres pueden perdonar los actos indignos de los hijos.
Como una metáfora macabra, el balneario se instalaba en el cuerpo de Alberto Fernández.
Levantó su mano y advirtió que estaba manchada de sangre, roja como las rocas rojas del balneario Cuchilla Alta.
Parecía que las palabras que el escritor producía en la fábula se habían confabulado en su contra. Los términos: rocas, rojas, cuchilla y Catos adquirían una consistencia mortífera e impensable.
Alberto Fernández contempló a su hijo por última vez.

El niño, finalmente, terminaba su propio viaje.
Diego ya no era un niño enfermo; se había convertido definitivamente en un Cato.


¿Monstruos?


Introducción del libro "Los perros me hablan. Ocho historias de asesinos seriales" ED de la Plaza (de próxima aparición)

Albert Fish fue uno de los asesinos seriales más crueles y estremecedores del siglo XX. Este hombre con apariencia de abuelo dócil fue sentenciado a la silla eléctrica por matar y torturar a más de quince niños. Sus vecinos nunca se enteraron de esto, lo consideraban un hombre apacible, religioso, abstemio y amable. Muchas veces los asesinos seriales se presentan como personas comunes y corrientes. La vida de Fish aparecía sin estridencias hasta que fue descubierto su mundo de horror.

Estando ya preso, la madre del niño Billy Gaffney, una de sus víctimas, concurrió a la correccional de Sing Sing solo para preguntarle acerca del paradero de su hijo, ya que el cuerpo nunca fue hallado. La respuesta del Maníaco de la Luna no se hizo esperar:

«Lo llevé a los tiraderos de Riker Avenue. Ahí hay una casa que permanece sola, no lejos de donde lo tomé, llevé al chico ahí. Lo despojé, desnudé y até sus manos y pies, lo amordacé con un harapo sucio que recogí en el tiradero. Entonces quemé sus ropas. Arrojé sus zapatos al tiradero. Regresé y tomé el tranvía de la 59 Street a las 2 a.m. y caminé de ahí a casa. Al siguiente día cerca de las 2 p.m., llevé herramientas, un muy buen azote. Casero. Con mango corto. Corté uno de mis cinturones a la mitad, corté esas mitades en seis tiras de cerca de 8 pulgadas de largo. Azoté su trasero descubierto hasta que la sangre corrió en sus piernas. Corté las orejas, la nariz, corté la boca de oreja a oreja. Le saqué los ojos. Estaba muerto entonces. Enterré el cuchillo en su vientre y acerqué mi boca a su cuerpo y bebí su sangre.

Recogí cuatro sacos viejos de patatas y reuní una pila de piedras. Entonces lo corté en pedazos. Tuve un puño conmigo. Puse su nariz y oreja y unas cuantas rajas del vientre en el puño. Entonces lo corté por el centro de cuerpo. Apenas debajo del ombligo. Después a través de sus piernas aproximadamente dos pulgadas debajo de su trasero. Puse esto en mi puño con mucho papel, le corté la cabeza, pies, brazos, manos y las piernas debajo de la rodilla. Coloqué todo esto dentro de los sacos pesados con piedras, los até y los arrojé en las fosas de agua fangosa que usted verá a lo largo del camino que va a North Beach. Regresé a casa con mi carne. Tuve el frente de su cuerpo que me gustaba. Su mono (pene) y pee wees (testículos) y un agradable y gordo trasero, para asar en el horno y comer. Hice un estofado con sus orejas y nariz, pedazos de su cara y el vientre. Puse cebollas, zanahorias, nabos, apio, sal y pimienta. Estaban buenos. Entonces partí su trasero corté pene y testículos y los lavé primero. Puse tiras de tocino en cada nalga y las puse en el horno. Entonces escogí 4 cebollas y cuando la carne había asado cerca de 1/4 de hora, vertí un poco de agua para la salsa de la carne y puse las cebollas. A intervalos frecuentes rocié su trasero con una cuchara de madera. Así la carne sería agradable y jugosa. Nunca comí algún pavo asado que tuviera la mitad del sabor que este dulce gordo y pequeño trasero. Comí cada bocado de carne en cerca de 4 días. Su pequeño mono era dulce como la nuez, pero sus pee wees no pude masticarlos. Los arrojé al inodoro».

¿Cómo pensar psicopatológicamente a Albert Fish después de leer esta carta? Quizás lo más cercano sería lo que Michel Foucault plantea como monstruo. Foucault en Los Anormales, curso dictado en el Collège de France entre enero y marzo de 1975, sitúa al monstruo dentro del ámbito de las anomalías, y lo refiere como el producto de la violación a las leyes de la sociedad y de la naturaleza.

Albert Fish, como otros casos que vamos a plantear en este libro, podría inscribirse en esta categoría. Después de ser arrestado se le hicieron una serie de exámenes clínicos, entre ellos una radiografía que mostró la presencia de veintisiete agujas en su cuerpo. Habían sido insertadas en la piel por él mismo; algunas se encontraban en zonas extremadamente peligrosas, como el colon, el recto y la vesícula.

Albert Fish nunca dio una explicación del porqué de su monstruosidad, apenas podemos rastrear un indicio que aparece en una carta anónima que envió a los padres de una de las victimas en la que cuenta sus aficiones por el canibalismo:

«Estimada Señora Budd. En 1894 un amigo mío fue enviado como asistente de plataforma en el barco de vapor Tacoma, el Capitán John Davis. Viajaron de San Francisco a Hong Kong China. Al llegar ahí él y otros dos fueron a tierra y se embriagaron. Cuando regresaron el barco se había marchado. En aquel tiempo había hambruna en China. La carne de cualquier tipo costaba de 1-3 dólares por libra. Así tan grande era el sufrimiento entre lo más pobres que todos los niños menores de 12 años eran vendidos como alimentos en orden de mantener a los demás libres de morir de hambre. Un chico o chica menores de catorce años no estaban seguros en las calles. Usted podía entrar a cualquier tienda y pedir corte en filete o carne de estofado. La parte del cuerpo desnudo de un chico o chica sería sacada y lo que usted quisiera sería cortado de él. El trasero de un chico o chica que es la parte más dulce del cuerpo era vendida como chuleta de ternera a un precio muy alto. John permaneció ahí durante mucho tiempo adquiriendo gusto por la carne humana. A su regreso a N.Y. robó a dos chicos, uno de 7 y uno de 11 años de edad. Los llevó a su casa los despojó y desnudó y los ató a un armario. Entonces quemó todo lo que ellos portaban. Varias veces cada día y cada noche los azotó —los torturó— para hacer su carne buena y tierna. Primero mató al chico de 11 años de edad porque tenía el trasero más gordo y, por supuesto, una mayor cantidad de carne en él. Cada parte de su cuerpo fue cocinado y comido excepto la cabeza, huesos e intestinos. Fue asado en el horno (todo su trasero), hervido, asado, frito y estofado. El chico pequeño fue el siguiente, fue de la misma manera. En aquel tiempo, yo vivía en la calle 409 E 100 cercana a la derecha. El me decía tan frecuentemente cuán buena era la carne humana, que decidí probarla.

El domingo 3 de junio de 1928, yo le visité en el 406 W 15 de St. Brought, usted puso queso y fresas. Almorzamos, Grace se sentó en mi regazo y me besó. Decidí comerla. Por eso me inventé lo de llevarla a una fiesta. Usted dijo que sí, que ella podría ir. La llevé a una casa vacía en Westchester que yo ya había escogido. Cuando llegamos, le dije que se quedara afuera. Ella recogió flores, subí y me quité mis ropas. Yo sabía que no debía tener sangre en ellas. Cuando todo estuvo listo, me asomé a la ventana y la llamé. Entonces me oculté en un armario hasta que ella estuvo en la habitación. Cuando ella me vio completamente desnudo comenzó a llorar y a tratar de correr escaleras abajo. La atrapé y me dijo que se lo diría a su mamá. La desnudé. Pateó y me rasguñó. La estrangulé y entonces la corté en pequeños pedazos para poder llevarme la carne a mis habitaciones. La cociné y comí. Cuán dulce y tierno fue su trasero asado en el horno. Me llevó nueve días comer su cuerpo entero. No la violé como hubiera deseado. Murió virgen».

Albert Fish confesó ante el perito psiquiatra que por «orden divina» se veía obligado a torturar y matar niños. El comérselos le provocaba un éxtasis sexual muy prolongado.

«Cuando no las comprendía, trataba de interpretarlas con mis lecturas de la Biblia [...] Entonces supe que debería ofrecer uno de mis hijos en sacrificio para purificarme a los ojos de Dios de las abominaciones y los pecados que he cometido. Tenía visiones de cuerpos torturados en cualquier lugar del Infierno».

El delirio místico pareció evidente a los expertos pero lo declararon en sanas facultades mentales cuando cometió los asesinatos. También reveló que le gustaba comerse sus propios excrementos e introducirse trozos de algodón empapados con alcohol dentro del recto y prenderles fuego. Horas antes de ser ejecutado en la silla eléctrica, manifestó: «No soy un demente, solo soy un excéntrico. A veces ni yo mismo me comprendo».

Albert Fish tenía una psicosis compensada en forma perversa, las alucinaciones verbales, en este caso la voz de Dios, le había ordenado el sacrificio de niños, como así también la castración de dos jóvenes. No hay dudas de que Albert Fish estaba por sobre todas las cosas loco, aunque era una locura enigmática y feroz.

Hace años cuando trabajaba como psicólogo en el penal de Libertad, entrevisté a un recluso procesado por homicidio. Había entrevistado a varios, pero su caso era particular. Se trataba de un homicida que había matado salvajemente a su esposa a tijeretazos, había herido a dos policías y luego se había auto mutilado. La escena había sido terrible, la impresión que uno tenía es que se encontraba frente a un ser destructivo y cruel, un verdadero monstruo. Después de atacar a su mujer y a los policías, se cortó el abdomen y estuvo al borde de la muerte. Quedó en cuidados intensivos en coma farmacológico por dos semanas. Cuando despertó, lo primero que hizo fue preguntar por su esposa.

No tenía registro alguno de lo que había pasado. Sin embargo la primera vez que lo vi daba una sensación de fragilidad indescriptible. Este hombre era un psicótico, un loco que nunca había delirado, ni antes ni después del homicidio, simplemente explotó en un acto loco y feroz. Los psicoanalistas llamamos a eso «pasaje al acto». Este homicidio se inscribió bajo el modo de la urgencia y lo enigmático. De ahí la dificultad para poder entenderlo.

Tanto este recluso como los asesinos seriales que vamos a analizar tienen en común la locura, la muerte y lo enigmático. El desafío que vamos a tener es intentar acercarnos a su subjetividad para poder entender algo de esta monstruosa locura, que no deja de ser humana.

Amores Borgianos

El 14 de abril de 1977 no fue cualquier día para Ivana Muraña.

El calendario marcaba un acontecimiento crucial en su vida, y en la medida que tuviera algo de suerte, sólo un poco, implicaría un cambio radical en su existencia; y el primer mojón en este nuevo camino se llamaba Jorge Luis Borges.

Se preparó con tiempo para la ocasión, pelo recogido, un vestido verde oliva y zapatos al tono, seguramente muy diferente a las heroínas del mundo borgiano con sus vestidos floreados y sus malos modales, pero prefería un estilo moderado, casi desapercibido. Acudió a la conferencia de Borges, en hora, con el único objetivo de poder entrevistarlo. Estaba resuelta a conseguir esa nota como diera lugar.

Su vida si bien no aparentaba como monótona, no había dejado ninguna estridencia en los treinta y cinco años de existencia. Recién se había separado luego de unos años de feliz desdicha, no tenía hijos y tampoco ningún arraigo mundano que la atrapara realmente.

Determinada, se sentó en los primeros lugares del teatro, esperando el momento oportuno. La exposición de Borges duró un poco más de una hora y no agregó nada nuevo a lo que Ivana ya había escuchado en otras ocasiones. Pensó que no debía ser demasiado fácil para él, con su ceguera a cuestas, poder preparar esa cantidad de entrevistas y conferencias interminables. Es que Borges se había convertido en eso, una especie de acto circense, de maratonista hablador que recorría el mundo. Seguramente su última mujer tendría que ver mucho en esto, pero eso era harina de otro costal, lo que importaba en ese momento era conseguir la nota.

Cuando finalizó la presentación, una interminable hilera de personas se apretujaba para conseguir el saludo del maestro, con el afán, no de una mirada, pero sí de una palabra o de un apretón de manos. Cuando Ivana por fin pudo llegar, se estremeció. En su fantasía imaginó conmoverse con la mirada errante y esquiva del maestro, quizás con la fragilidad que irradia un viejo ciego y enfermo, sin embargo, nunca imaginó trastornarse con la lóbrega presencia de María Kodama, que hablaba empañando la luminosidad de la situación y parecía empequeñecer aún más la enferma figura de Borges.

Más allá de la conmoción del momento -la de Kodama me refiero- tenía claro su objetivo y no lo iba a dejar pasar. El encuentro con Borges, un consagrado de la literatura mundial, podía ser el comienzo de algo, el inicio, para ella, en el mundo del periodismo en serio. Trabajando free-lance en una revista de informática parecía imposible. Se imaginaba algunas veces viajando por el mundo entrevistando personajes famosos, una especie de Oriana Falaci uruguaya. Y esa posibilidad ya estaba al alcance, esa posibilidad tenía un sobrenombre: “Georgie”.

Lo miró fijamente, él no respondió (no por descortesía sino porque le era imposible), le estrechó la mano delicadamente, un apretón agradable y femenino que Borges, especialmente adiestrado en el arte del tacto, rápidamente captó. Orientó el micrófono del grabador, tomó aire y coraje y cuando iba a formular su primera pregunta, el inicio de su colosal carrera, el principio de una vida de verdad, quedó imposibilitada.

El destino parecía propiciarle una broma de mal gusto, comenzó a sentir una sensación extraña, intensamente rara: su cuerpo empezaba a adormecerse. Recordaba, en los años de estudiante, haber leído algo sobre el comportamiento catatónico y era lo que parecía estar experimentando; los músculos de su cara comenzaron a contraerse e intentaban funcionar sin coordinación alguna, lo cual producía una sonrisa discordante, por no decir grotesca. En palabras más sencillas: Ivana Muraña se había convertido en una especie de marioneta con sonrisa.

Un vacío intenso, atrapante y siniestro la enroscó. Podía recordar las preguntas que una y otra vez escribió y memorizó para el encuentro, pero no podía expresarlas, tampoco podía salir del paso con un comentario, una acotación, o un chiste, nada. Se había quedado sin gestos, congelada.

Borges, mientras tanto, parecía distante del bullicio y de la angustia cataléptica de Ivana. Aferrado a su bastón se mecía casi en forma autista como un budista Zen en pleno trance. El silencio pareció interminable para ella, para los otros que estaban esperando, pero sobre todo para la Kodama, que justo en ese momento era interrumpida por los organizadores del evento. Borges parecía disfrutarlo.

-Esto es deliciosamente raro, -dijo Borges- que no me pregunten me refiero, generalmente siempre me preguntan frecuentemente las mismas cosas. La primera es si soy argentino. Les digo que sí. Otra pregunta repetida es si todo lo que escribo lo hago primero en inglés y luego lo traduzco al español. Yo les digo que sí, que, por ejemplo, los versos: "Siempre el coraje es mejor, / nunca la esperanza es vana, / vaya pues esta milonga, / para Jacinto Chiclana" se ve en seguida que han sido pensados en inglés; se notan, inclusive, las vacilaciones del traductor. Otra pregunta frecuente que me efectúan es sobre cuál ha sido el momento más importante de mi vida. Son preguntas que no tienen contestación, porque los momentos más importantes... uno generalmente se da cuenta de cuáles son mucho tiempo después (si es que se da cuenta). Además, ¿qué quiere decir más importante? ¿Más importante emocionalmente?[1][1]

Ivana seguía en esa especie de estupor catatónico, auto-impuesto y de difícil dilucidación. Su cara se había transformado en pura desesperación, por suerte para ella, Borges no la veía y parecía disfrutar del monólogo y María Kodama estaba enfrascada en una discusión con los organizadores.

-Fíjese que hasta Bernardo Neustad me hizo un reportaje, me preguntó si era feliz, se dará cuenta que si bien no es una pregunta inteligente, es una pregunta difícil, muchas veces me siento solo. Pero tengo amigos, pocos pero buenos; tengo gente que me quiere. Y tengo además un refugio que no todos tienen y es el hecho de que esencialmente soy un escritor. Mal escritor, buen escritor, eso no importa. Lo importante es poder refugiarme en la literatura, eso es lo que más me ayuda a escapar de la soledad.

Y usted querida, ¿se siente sola?

El mutismo de Ivana seguía incambiado y lo que era peor parecía empezar a afectar todo su cuerpo. Comenzaba a parecerse a una estatua de piedra, inconmovible.

-Mire que se lo digo –continuó Borges- porque desgraciadamente del amor entiendo.

Su silencio, lo entiendo como una invitación para que siga hablando, el amor, desgraciadamente pienso que trae más pesares que placeres. Ahora claro que la felicidad que da el amor es tan grande que más vale ser desdichado muchas veces, para ser feliz algunas. Yo creo que todos nosotros hemos sido muy felices con el amor alguna vez y también creo que todos hemos sido muy desdichados muchas veces. El amor le ofrece a uno esa incertidumbre, esa inseguridad del hecho de poder pasar de una felicidad absoluta a la desdicha; pero también de poder pasar de la desdicha a la brusca, a la inesperada felicidad. Pienso que es una experiencia y uno no debe rehusar experiencias.

Quizás la experiencia más importante de mi vida sea la literatura. Yo consagré toda mi vida a la literatura. Siempre supe, desde que era un niño, que mi destino sería literario, es decir: yo me veía siempre saturado de libros como en la biblioteca de mi padre, quien quizá me dio esa idea. Y bien, sabía que pasaría toda mi vida leyendo, soñando y escribiendo, y publicando, pero eso no es importante, no hace parte de un destino literario, pero en fin... yo hice eso. Hice lo posible para leer los libros que me gustaban. Tuve conciencia de que la lectura debe ser considerada no como una carga, sino como una fuente de felicidad, posible y fácil. Entonces voy a contarle, puesto que estamos hablando de una manera tranquila, espero, mis experiencias personales. Y bien, yo camino por las calles de Buenos Aires, por la Biblioteca Nacional, que dirigí hace un tiempo y que dejé después, y, de pronto, siento que algo va a llegar. Entonces espero. Ese algo llega. Es quizá una fábula, una noción cualquiera, que no concibo de manera clara, pero percibo siempre el comienzo y el fin y después me toca inventar lo que hay entre esas dos cosas. Hago lo que puedo. Después siento que esa idea exige, digamos, un cuento, un poema, un ensayo. Eso me es revelado después...[2][2]

Las lagrimas comenzaban a rodar por las mejillas de Ivana, no por la emoción de las confesiones de Borges, sino por su mutismo repentino, por la imposibilidad de la réplica, justamente a ella que se caracterizaba por su verborragia. Sólo podía pensar en su sueño hecho trizas.

María Kodama, que había estado ocupada, volvió a sus funciones aún más oscura y embebida en ira que antes, cuando comprobó que seguía allí la misma mujer con aspecto dócil que había dejado, y lo que era aún más insólito, sumergida en una charla con Borges; no lo pudo soportar, quiso correrla a empellones; de hecho era una afrenta para ella que esta mujer que parecía paralizada concitara atención al maestro y además sin pagar nada a cambio.

Apartarla no fue tarea sencilla, no porque Ivana propusiera resistencia, sino porque era como mover a una estatua viviente, a esa altura la catatonía de esta laberíntica mujer era total.

Kodama, cuando a duras penas estaba logrando arrastrarla unos centímetros, escuchó un pedido vehemente de explicación por parte del público que quedaba. El reclamo nada tenía que ver con el atropello que allí se vivía -que parecía no importarle a nadie- sino por un acontecimiento indescifrable, de los tantos, de Borges de haber ido a recibir a Chile por una condecoración dada por manos, nada menos, que del gran dictador. María Kodama, dejó de empujar a Ivana, para responder a los gritos al atrevido. Borges seguía impertérrito aferrado a su bastón.

-No fue ningún premio de Pinochet. Él fue a recibir un doctorado Honoris Causa de la Universidad Católica de Chile y Pinochet lo recibió como lo recibió. Si los que dicen eso se ocuparan de estudiar protocolo, sabrían que cuando una personalidad es condecorada o recibe un doctorado, entonces es una obligación del protocolo que el presidente lo reciba.[3][3]

La señora Kodama dio por finalizado el encuentro, tomó a Borges de un brazo, dejó a Ivana Muraña a un costado, y se alejó de la escena.

Cuando partía, Borges intentó establecer comunicación con la silenciosa mujer que a esa altura era un maniquí de carne.

Lanzó una frase al viento, que Ivana pudo escuchar:

-Querida, gracias por la conversación, creo que nos vamos a llevar bien, usted es muda y yo soy ciego. Podría decirse que es una buena combinación.[4][4]




[1][1] Jorge Luis Borges: dichos, reportajes e historias

http://www.tyhturismo.com/data/destinos/argentina/literatura/escritores/Borges/Borges_dichos.html

[2][2] La voz de Borges: una conferencia http://sololiteratura.com/bor/borunaconferencia.htm

[3][3] "Borges es todos los amores y más" http://news.bbc.co.uk/hi/spanish/misc/newsid_5345000/5345836.stm

[4][4] Jorge Luis Borges: dichos, reportajes e historias

http://www.tyhturismo.com/data/destinos/argentina/literatura/escritores/Borges/Borges_dichos.html

Un discurso obsesivo: "Amores rojos"

¿No me entiende verdad?

No me extraña, es difícil de entender.

¿Que le hable de ella? Por donde empezar, mejor por el final, ¿verdad?

No tuve noticias suyas por demasiado tiempo, casi una eternidad. Al principio eso me angustiaba; después, con el tiempo, entendí que era lo mejor y agradecí que así fuera, porque la ignorancia es una de las mejores maneras de olvidar.

Sí, fue un tiempo de tranquilidad despejada de pasiones coléricas.

¿Por qué digo coléricas? Porque siempre son así, ¿o no?

No obstante, cuando todo parecía estar acomodándose en mi vida, surgió como un vendaval. Es que ella es así: un tornado, una tormenta de verano que no da tiempo a guarecerse.

¿Si hacía mucho tiempo que no la veía?

Sí, por lo menos diez años. Asomó sin más y en el lugar menos pensado. Me había imaginado muchas veces el encuentro, pero nunca de esta manera. Fue en un evento social sin importancia, de esos a los que uno va por obligación. Un conocido que pretendía ser artista plástico presentaba lo que él llamaba “su obra”. La misma, como el vernissage, eran absolutamente olvidables, hasta que contemplé al único objeto de valor de aquella sala: ella. Fresca, hermosa, desenvuelta como siempre, como hacía una década.

Quedé embrollado, como un colegial enamorado. Ella guardó silencio, era hábil y lo sigue siendo. Su mirada, entre tierna y rencorosa, era suficiente para indicarme que el tiempo no había pasado. Su olor me envolvió por completo; una fragancia imperceptible que me transportó a otra época. A veces pasa con algunos aromas: tienen la particularidad de arrastrarnos a lugares olvidados. Son recuerdos imperecederos que pueden estar dormidos por años hasta que aparecen con una fuerza tan potente y real que dejan a lo cotidiano en un segundo plano.

Quise ser ocurrente pero no me salió nada; enmudecí o, lo que es peor, volví a ser el que era diez años atrás.

Ella pareció no notarlo. No, en realidad creo que sí lo percibió y lo disfrutaba. Quizás esa indiferencia fuera su pequeña venganza: provocar mi mutismo. ¿Quién lo sabe?

Apoyó los codos en una mesa con despreocupación y me dijo punzantemente: ¿y... seguís siendo feliz?

Hay personas que tienen la habilidad de destruir, de angustiar, de golpear con una sutileza imposible de enfrentar. Ella es una de esas.

No está entendiendo nada, ¿verdad? Bueno, empiezo por el principio a ver si es más fácil. La conocí hace años. Quedé cautivado por su belleza. Era una pelirroja desbordante.

Tengo una teoría sobre las pelirrojas; las rubias son bonitas y por lo general tontas, las morochas son sufridas y contemplativas, pero las pelirrojas son peligrosas, como la femme fatal de Roger Rabitt. ¿No miró esa película? Bueno, no importa.

Pero más allá de su belleza me conmovió su historia. La habían abandonado sus padres; no, en realidad se fueron desentendiendo de ella, lo cual puede ser peor. La depositaron con unos tíos como quien deja una planta y se va de vacaciones. Poco a poco se fueron alejando de su vida hasta desaparecer por completo.

Sin embargo, ella no quedó deshecha. Hay personas que tienen la posibilidad de recrearse una y otra vez. Salió adelante con esa vida nueva que se le imponía. Una historia terrible para empezar, ¿verdad?

Con el tiempo logró transformarse en una hija para esos tíos. Dije bien, para sus tíos, porque ella nunca los aceptó; simplemente aprendió a ser una buena actriz y se dio un lugar en esa familia para sobrevivir. El vínculo funcionó fantásticamente bien hasta que consiguió trabajo; allí mostró su poder camaleónico por primera vez: se fue para siempre de esa casa, de sus tíos y de esa vida.

No, no los vio nunca más; terrible. Sí, una historia de abandonos; desamparada y desertora al mismo tiempo, y por si fuera poco pelirroja, difícil de entender.

¿Me sigue?

La cuestión es que siendo apenas una adolescente ya vivía sola. Nunca me habló de su pasado; lo que le estoy contando es lo único que conozco. Seguramente deba ser mucho más complejo, pero alcanza para advertir el sufrimiento de su vida. Ignoro si tuvo algún problema con sus tíos porque cuando la conocí ya no formaban parte de su mundo afectivo.

Trabajó en diferentes lugares, hasta que en uno de ellos se enamoró de su jefe. Un hombre mayor, bastante mayor y aburrido, al menos por lo que yo entendí o lo que prefiero imaginar; pero la quería, de eso no había dudas.

¿Por qué digo que no tenía dudas? Y... porque dejó a su mujer y a su hija por ella.

¿Usted se imagina que un hombre deje a su familia de la noche a la mañana? Difícil, ¿verdad?

Le diría que imposible para la mayoría. Solamente se podría entender cuando un hombre enloquece de amor por una mujer, una locura alarmante, una locura que sólo pueden engendrar las pelirrojas; la de una pasión colérica, como le dije anteriormente. Y este hombre estaba enamorado, de eso no había dudas.

¿Sabía usted que una investigación que se realizó en Alemania sobre las mujeres pelirrojas arrojó como resultado que son las que más disfrutan del sexo? Parece ser que son las más activas en la cama. Seguro que no sabía eso, ¿verdad?

Las pelirrojas son de temer. Si no, piense en Erzsebet Bathory, "La Condesa Sangrienta", que en el siglo dieciséis mató a más de seiscientos cincuenta jóvenes doncellas para bañarse en su sangre. Creía que así se mantendría joven y bella. A los trece años quedó embarazada de uno de sus sirvientes y al pobre muchacho lo castraron y lo arrojaron a los perros.

¿Me sigue? Las pelirrojas son apetecibles pero temibles.

¿Cómo alguien puede dejar a su mujer y a una hijita de un día para el otro? No me lo puedo imaginar, pero él pudo. Seguramente hay hombres que pueden hacerlo. Yo no soy de esos.

¿Que si yo no me considero un hombre?

No, no tiene que ver con eso. En mi caso fui criado para ser responsable, para ser un buen hombre. La verdad es que me siento bastante angustiado con esa pregunta que me hizo.

¿Por qué sonríe?

Volviendo al tema, este hombre la cuidaba y la protegía, algo que ella no había vivido antes.

La conocí en esa época. Hacía pocos meses que vivían juntos, lo amaba y hablaba de él todo el tiempo. Exteriorizaba un amor completo, sin fallas. Me costaba creer que alguien pudiera amar así, o mejor dicho que pudieran amarse de esa manera tan viva; mucho más viniendo de una pelirroja. Ese tipo de mujer no ama; dice amar.

La verdad es que yo nunca había sentido algo así en una relación de pareja. Sentí envidia por eso. De alguna manera yo también quería ser un hombre así.

Sí... otra vez salió lo del hombre. ¿Pero usted no entiende? No tiene que ver con la sexualidad. Yo quería protegerla como el marido.

Tiene razón. Nunca lo había pensado, quizás quería ser el marido.

¿Usted no cree que todos queremos amar completamente hasta perdernos en el otro? ¿Ser lo que el otro ansía?

Me puse demasiado filosófico, disculpe. Como le decía, también percibía que tras ese amor irreprochable pasaba otra cosa en esta mujer. Algo mucho más subjetivo, algo que solamente yo distinguía: una auto-destructividad inquietante. Quizás sea la naturaleza de las pelirrojas.

Atrás de esa mujer enamorada vislumbraba una cierta picardía que daba por tierra con ese enamoramiento. Le confieso que cualquiera de las dos caras me fascinaba: por un lado, una mujer digna y por otro, la impropia.

¿Por qué separo a las mujeres en buenas y malas? No disocio, pero siempre entendí que hay mujeres buenas y malas. Mi padre me decía: “Las minas son las minas y la mujer es la mujer”.

Y ella, además, era pelirroja.

¿Me entiende?

La cuestión es que nos hicimos amigos poco a poco. En realidad mi interés siempre fue algo más y estoy seguro que ella lo sabía. Jugar ese juego siempre me gustó: tirar de la cuerda sin romperla. Si ella era digna como yo creía, me dejaría siempre en una seducción entrelíneas; en un coqueteo sin implicancias.

Insistí, sabía que estaba mal, pero era inevitable. La arrastraba en esa marea destructiva. Por primera vez en su vida encontraba reposo y ahora yo hacía todo lo posible para arrancarla de ese lugar por nada.

¿Si la quería? Claro que la quería, pero ¿qué importancia tiene? Eso no significa necesariamente que pretenda que deje al marido o que se mudara conmigo.

¿Y por qué empujaba, entonces? !Y yo que sé! Porque así somos los hombres. Por eso estoy acá, ¿no?

Mire que fantaseé muchas veces con irme a vivir con ella, pero no me animaba a imaginarlo totalmente. Me daba miedo dejar mi tranquilidad, pero sobre todo me daba miedo ella.

Sí, ella; por su historia, por esa cuestión oscura que la atravesaba. Quizás tenía miedo de que también me abandonara. No sé, quizás por ser pelirroja.

La cosa funcionó así por meses, como una telenovela lenta pero con un final inexorable. Estaba escrito.

Poco a poco dejó de hablar de su marido, después el silencio se convirtió en descontento y finalmente en indiferencia.

Empezamos a ser amantes. Estaba escrito, como le dije.

Nuestros encuentros eran furtivos, ardientes y desquiciados, pero ostensibles a los ojos de los demás. Siempre pasa con los amantes: viven en otra dimensión, creen que nadie se da cuenta, que todos son ciegos, hasta que tardíamente entienden que los ciegos son ellos.

Me sigue, ¿verdad? Bueno, acá comienza el final. Una tarde, con el pretexto del festejo de un cumpleaños de un sobrino en la casa de mis padres, la invité para vernos; era una buena excusa para escaparse del marido.

Mis padres estaban en buena posición económica y poseían una casa de dos plantas. Una construcción sólida con un lindo jardín y un fondo enorme.

En el primer piso se desarrollaba la fiesta infantil, un tumulto de gente. En la planta superior, nosotros dos. Una fiesta diferente.

Pero cualquiera que duerme alguna vez despierta. Y el marido despertó. Desconfiaba desde algún tiempo atrás y las suspicacias silenciosas se alimentaron con los actos cotidianos: una llamada sospechosa, una tardanza... La sumatoria de los elementos adquirieron solidez con el tiempo.

El marido en algún momento se despabiló, no sé cuando fue, pero intuía que yo era el amante. Sólo necesitaba la prueba final.

El día del cumpleaños se acercó a la casa de mis padres y se encontró con una cantidad de autos, entre tantos el de ella. Sin embargo no se quedó con la idea del festejo familiar. Debía tener una intuición temible porque dejó su auto a media cuadra y se acercó caminando. Sigiloso como una pantera al acecho de la presa.

Llegó a la casa y miró por las ventanas de la planta baja, escuchó el bullicio, pero no vio a su mujer.

El merodeador menos imaginado recorrió las ventanas para verla. Al fin de cuentas era su esposa y tenía derecho.

Desconfió, como todo hombre engañado, y decidió utilizar una forma extraña para ingresar a la casa: trepando.

¿Se imagina? Igual que un ladrón. No debe haber sido fácil porque es una casa vieja, de medidas importantes.

Las ventanas lo ayudaron. Daban al fondo; tuvo que entrar por atrás, silencioso. Usó la reja de la ventana como escalera.

Subió hasta el balcón del cuarto principal; era donde estábamos con la pelirroja.

Conquistó la terraza como un escalador experimentado. No era un atleta, pero sí lo suficientemente ágil como para cumplir con su objetivo.

Insólito premio el de su hazaña: contemplar un adulterio.

Prefiero no ahondar en detalles. Usted se imaginará en qué situación nos descubrió.

Abrió la ventana con una fuerza inusitada, estaba enfurecido, pero cuando estuvo frente a ella quedó inmóvil. Solamente eso, la observó y luego de segundos interminables le dijo: “¿por qué lo hiciste?”.

Sin golpes, sin insultos, yo parecía no pertenecer a esa escena. Nunca estuve en su campo visual, no parecía importarle, o no estaba a su altura. Hubiera preferido una golpiza de su parte, una reyerta, pero nada. Me ignoró como si no tuviera nada que ver en el asunto. ¿Se da cuenta?

¿Cómo que “y si no tenía nada que ver”? ¿Soy invisible acaso?

Claro que me molestó. Cómo no me va a fastidiar que me dejaran por fuera. Ella lloraba y le pedía perdón, pero no había vuelta atrás. Intenté interceder pero sólo encontré la indiferencia de las dos partes. Ninguno de los dos reparó en mí.

A los que sí tuve que dar explicaciones fue a mis familiares que estaban abajo. La fiesta se convirtió en tragedia. Ellos sí que me miraron de una forma reprobatoria.

Nuestras vidas cambiaron a partir de ese incidente.

El marido la dejó inmediatamente y no quiso verla más. Creo que más que por venganza, por el temor de verla nuevamente y flaquear.

Por favor, tome en cuenta lo que le dije acerca del poder de las pelirrojas.

Él sabía que ella era más fuerte y que podía destruirlo otra vez. Por eso la dejó. Esa es mi teoría.

Ella se fue a vivir sola. Nunca la vi llorar por ese hombre. Hizo como si nunca hubiera existido en su vida. Una historia trágica, pero siempre la vida tiene un poco de eso.

¿Y yo? No entiendo su pregunta. ¿Si mi vida no cambió?

¿Y yo que tenía que ver? El problema era de ellos; de él y de la pelirroja.

No podía ayudarla, no estaba preparado, era todo muy rápido y tenía que pensar. La verdad es que me abrí de ella cobardemente.

¿El tema de cuidarla? Buena pregunta; nunca lo había pensado. La verdad es que me invadió un miedo tan grande por su indefensión que me borré. No pude hacer otra cosa.

Quizás no quería ser su marido. Nunca viviría con una pelirroja, les tengo miedo, especialmente a ella. Por eso dejé de verla por años, hasta que apareció casualmente en el vernissage.

Hablé con un amigo que ya está cansado de soportar mis rollos con las mujeres y me dijo que consultara con usted. Él fue el que me dio su teléfono.

Le hice caso y me decidí a venir. ¿Usted qué piensa?

¿Cómo que no me va a tomar como paciente?

¿Por qué?