Crónicas de la peste Capitulo 12: El peso de una promesa


En este tiempo donde las calles comienzan a recobran su color, aunque nos ofrezcan caras tapadas, abrazos y besos en el olvido y una desconfianza generalizada al contagio, me llegó un libro increíble de Ocean Voung. Se llama “En la Tierra somos fugazmente grandiosos” (Gussi Libros - Importadora y Distribuidora).
Escrito como una serie de historias fragmentadas y brutales, a manera de carta a una madre que no sabe leer, Ocean, de forma honesta y cruda, intenta dar sentido al sinsentido de tres generaciones, de tres personas traumatizadas aún por una guerra. Se trata de un mundo donde los hombres pueden ser terribles y los padres ausentes. Pero sobre todo se trata de un libro que redime, que ubica a un hijo en el lugar de salvador de su madre y de su abuela, con un arma muy poderosa: la palabra. Esa que disfrazada de promesa puede transformar.
El comienzo se sitúa en la guerra de Vietnam y en cómo su abuela Lan, se tuvo que prostituir con los soldados americanos para poder sobrevivir. La secuela de esto fue el nacimiento de Ma, madre del escritor, pero hija de esa guerra, de un soldado desconocido, también del trauma y de la colisión violenta de dos culturas. El autor elige una imagen que refleja la crueldad del encuentro de su abuela con los soldados americanos: ella observa aterrorizada como los soldados comen el cerebro de un mono vivo mientras este patalea. Imagen cruel e infame que muestra la violencia es su máxima expresión. Nada de palabras que puedan dar sentido. Los hombre aparecen como terribles y él junto a estas mujeres, indefenso.
Luego de estar refugiados en un campo de Filipinas, les otorgan asilo político a los tres y viajan a Estados Unidos. Otra vez el choque de culturas, Ocean apenas tienen dos años. Pocos años después de instalados en el nuevo país, un suceso los conmueve nuevamente. Algo de lo cotidiano se tiñe del pasado horroroso. De compras en un supermercado junto a su madre y a su abuela se dirigen a la carnicería a comprar un rabo de buey para cocinar en la noche. La carne en cuestión no está en los exhibidores. Su madre intenta con unas pocas palabras aprendidas del inglés pedir ese corte al carnicero. Se esfuerza sin éxito por pronunciar rabo de buey, hasta que no puede más que emitir unas palabras en su lengua materna. Por supuesto incomprensibles para el vendedor de carnes, “sus ojos se pasearon por nuestras tres caras y volvió a preguntar, inclinándose un poco más hacia nosotros. La mano de Lan me apretaba, crispada. Entre titubeos, meneaste el dedo mientras emitías unos sonidos que querían ser mugidos. Con dos dedos de la otra mano, simulaste un par de cuernos encima de la cabeza. Te moviste, volviéndote con cuidado para que el carnicero pudiera identificar cada pieza que le ibas mostrando: cuernos, rabo, buey. Pero él solo se reía, con la mano tapándose la boca al principio, y luego con más fuerza, con grandes risotadas. El sudor de tu frente reflejaba la luz fluorescente. Parecías ahogarte en el aire”.
La abuela fue en su ayuda y las dos intentaron hacerse entender, ahora el espectáculo ofrecía a estas dos mujeres girando y mugiendo en círculos. Una escena de una violencia silenciosa, donde el carnicero reía junto a otros hombres. Otra vez los hombres aparecían aprovechándose.
Su madre se volvió a su hijo pequeño y le suplicó que tradujera. “Díselo tú. Diles lo que necesitamos. Yo no sabía que rabo de buey se decía «rabo de buey». Negué con la cabeza, cada vez más avergonzado”.
Otra vez un hombre que no estaba a la altura, nuevamente un hombre abandónico. Ocean se parecía a sus ancestros en aquel gesto de mutismo y vergüenza. No eran soldados, pero la situación y la vergüenza se repetían.
El recurso de la lengua materna, no servía, la lengua vietnamita, esa dicha a medias era solo representativa de la guerra, del trauma. Imposible para el escritor poder usarla.
Sin embargo aquella noche algo pasó, Perro pequeño, así lo llamaba su abuela, se prometió a sí mismo que nunca más se quedaría sin palabras cuando ellas lo necesitaran. Se convirtió a partir de ese momento en el intérprete oficial de la familia. Aquel que intentará borrar esa hendidura producida por el trauma.
Las palabras conquistan el escenario para dar otro sentido: “me quité nuestra lengua y llevé el inglés como una máscara, para que los demás vieran mi cara, y por tanto la vuestra”.
Ocean no solo escribió un libro que transforma el dolor en curación, sino que pudo finalmente metabolizar el trauma que fue trasmitido de generación en generación.