Testimonios que recortan lo traumático.

"Actualmente no vivo en la montaña, aunque no puedo sacármela de encima". Canessa 

"Durante muchos años la cordillera fue un trauma, me encerré y no conseguía hablar de ello... Me costó mucho tiempo hacer la catarsis de todo lo que había sufrido... Sólo me sentía bien con el grupo de sobrevivientes porque hablábamos el mismo lenguaje emocional" Mangino


"De los Andes salí –a otros les sucedió lo mismo- muy rígido, muy frontal, muy frío... Recuerdo haber maltratado a mis padres y hermanos cuando me venían a visitar... yo sólo quería dormir o comer, estaba cansado y no quería que me molestaran...". Algorta


"Cuando regresé a la vida, demoré muchos meses para volver a dormir como lo hacía antes del accidente. Porque allá arriba pasaba las noches en vela, durmiendo a intervalos, donde el sueño nunca es sueño del todo". Pancho Delgado


Una experiencia imprevista, terrible o considerada traumática no necesariamente deviene en un acontecimiento traumático. Varias personas expuestas a un hecho conmocionante no lo registran del mismo modo, ni sus efectos son los mismos en todos. Siempre se pone en juego lo particular de cada uno. Se trataría entonces con qué recursos subjetivos cuentan las personas para enfrentar determinadas situaciones. En buena medida de ello depende que en ciertas circunstancias esos acontecimientos sean vivenciados o no como traumáticos. 

Para que haya trauma, el mismo tiene que producirse en dos niveles: uno que esté comprendido en una dimensión física. Se trata necesariamente de una irrupción, ese es el primer nivel. 

El segundo nivel tiene que ver cuando se intenta transmitir el acontecimiento traumático; ahí las palabras no tienen valor.

Muchas veces, el sujeto frente a la irrupción de esa terrible contingencia, queda imposibilitado de simbolizar el acontecimiento. Carece de las herramientas necesarias para poder brindar una explicación. Solamente se manifiesta en un retorno tortuoso.


Un trauma implica una detención del tiempo. ¿Por qué?, porque en ese lugar las palabras perdieron su validez. 


En enero de 1973, en una entrevista que se le realizó a uno de los sobrevivientes de los Andes, Alfredo Delgado, aparece claramente lo mencionado:


"-Por empezar, algo muy vago: ¿cómo estás, cómo te encontrás? 

- Todavía no estoy, todavía no me encuentro. 

-¿Cómo es eso?

-Ocurre que todavía estoy flotando, no he podido hacer pie, no he vuelto a mi vida de antes. Los reportajes, el viaje a Montevideo, el recibimiento, el encuentro con los familiares, cada encuentro con cada amigo es un nuevo sacudón. Me está costando bastante volver a mis cosas, siempre hay algo que viene y me acude, un abrazo, un saludo, un encuentro. No hay caso, no termino de despertar. 

-¿No será que has despertado, pero de una manera diferente, tan diferente que vos no lo advertís y confundís tu despertar a una nueva visión del mundo con una especie de pesadilla o algo así? 

-Algo de eso hay. Estoy despertando y veo todo diferente, pero estoy seguro que todavía no he retornado, no me he despertado del todo, porque no he tenido respiro, todo está muy cerca. No me acostumbro a estar de regreso, no me acostumbro. Veo esta esquina que vi tantas veces y la veo por primera vez y me produce no sé qué extraña cosa. Veo ese café, aquel puente, estos árboles y siento que todo es nuevo y muy viejo a la vez". 


El testimonio de Delgado en ese momento, expone un discurso del trauma desubjetivado a partir de un saber escrito en el cuerpo. De un saber que a la vez es consciente e inconsciente y que va a aparecer en la crisis de reviviscencia traumática


Se pregunta Françoise Davoine en el seminario sobre "El trauma y el lazo social" sobre los traumatizados de guerra: "¿cómo hacer para que esas personas que ya no pertenecen a nuestro mundo, que fueron radicalmente cambiadas por lo que les sucedió, puedan volver a nuestro mundo?" 


¿Qué hacer cuando un acontecimiento es potencialmente tan terrible que deja a la persona al borde de la locura? 


Los sobrevivientes dieron pruebas que han discurrido en una vida, en general, bastante equilibrada: estudiaron, se recibieron, trabajaron, se casaron, la mayoría sigue con sus familias, muchos de ellos son hombres exitosos en sus profesiones y trabajos. 


¿Por qué no enloquecieron?


Las respuestas parecen encontrarse en los testimonios de los sobrevivientes: el amor y el grupo. Los dos significantes coinciden en todos los testimonios. Significantes porque de alguna manera se inscriben en un lugar.


Coche Inciarte, uno de los sobrevivientes, responde sobre la razón de por qué no terminaron como muchos de los ex combatientes de Malvinas: locos o suicidados. La respuesta tiene que ver con que hicieron una especie de terapia entre ellos durante los 72 días


El amor tiene que ver con eso, él lo llama terapia de grupo, que implicaba el poder sostenerse en el otro. 


Cuerpo de varios


Varios sobrevivientes confiesan que fue el alud el momento más terrible de los 72 días en los Andes, pero también el acontecimiento que terminó de consolidar el grupo como el "cuerpo de varios":


"Cuando permanecimos sepultados bajo la nieve durante tres días después del alud, se creó un antes y un después, separando dos historias diferentes.


Salimos ocho menos, pero salió uno más, y ese "más uno" inmaterial nos advirtió que se terminaban definitivamente las mezquindades de la sociedad "civilizada". Fue ahí cuando entré en un contacto mucho más estrecho con una fuerza superior...


Todo el equipo funcionó como un organismo nuevo y muy eficaz". Coche Inciarte


"A partir de ese entonces (el alud) se profundizó esa sociedad del sexto sentido, se consolidó la cuarta dimensión. Que no es brujería, sino otra forma de conocimiento a la que accedimos en un espacio y en un tiempo donde el aprendizaje normal y racional tenía pocas posibilidades de ofrecer soluciones. Nos vamos convirtiendo en locos que funcionan por amor y sensibilidad". Adolfo Strauch

 

De la guardería de Hampstead a los Andes. 


Anna Freud además de ser la hija de Freud, fue una analista que se especializó en el trabajo con niños y en particular con niños traumatizados. Huyendo de la guerra, los Freud se exiliaron en Inglaterra. Las tías de Anna no tuvieron la misma suerte de escapar, fueron deportadas a campos de concentración donde murieron. Anna tenía un verdadero trauma por el hecho de que ella y su padre habían podido escapar a Inglaterra pero habían dejado a esas tías libradas a un trágico destino. 


En 1941, Anna creó una guardería en la zona de Hampstead destinada a niños que habían vivido terribles experiencias de guerra. Ocuparse de esos niños era una manera de cuidar el sufrimiento de su propio trauma. 


La guardería de Hampstead se organizaba en una pequeña familia con cuatro o cinco niños y una persona que oficiaba como madre. Un intento de restituir lo perdido. Anna construyó una linda casa para unos niños que habían nacido en el campo de concentración de Terezin. La casa era muy acogedora, con juegos. Sin embargo, cuando llegaron los niños traumatizados se comportaron terriblemente, con una violencia llamativa; destrozaron la casa y la transformaron en un campo de concentración, tal como era su lugar. 


Ana Freud escribió sobre su propia dificultad respecto de esos niños y particularmente porque hicieron fracasar toda su teoría. 

Lo más importante del comportamiento de estos niños traumatizados más allá de la violencia, es que los cinco conformaban un solo cuerpo. No se podían separar. Funcionaban como una sola unidad; si se les daba un pedazo de pan inmediatamente lo repartían entre todos y no soportaban tener un pedazo más grande. No se trataba de una cuestión altruista sino de una necesidad vital de alimentar a ese cuerpo conformado por varios. En eso consistía su supervivencia.


El análisis de la guardería de Hampstead y la experiencia de Anna Freud con niños traumatizados reflejaría la relevancia de la constitución de un “cuerpo de varios” para la supervivencia. 


Uno de los sobrevivientes, Menthol, confiesa que "Canessa consideraba que yo tenía que caminar para fortalecer los músculos, porque de lo contrario, si en algún momento teníamos que salir caminando, yo no podría hacerlo, y si yo no podía, él tampoco saldría".


Todos o ninguno, un solo cuerpo, un cuerpo de supervivencia. Allí no había imagen especular. Es un cuerpo que no se reconoce en el espejo. El cuerpo en esos momentos tiene que ver con el grupo.

La experiencia de supervivencia de los Andes dio muestras de un funcionamiento cercano a la locura, pero imprescindible para poder resistir.

Un tiempo en que se imponía un mundo sin deseo, salvo el de sobrevivir. 


Las características de este cuerpo de varios estaría dada por:


El establecimiento entre los integrantes del grupo de un lazo más potente que el sexual.

El cuidado maternal con respecto del otro, "cuidado maternal" entendido como la atención centrada sólo en lo necesario para la supervivencia. Esto no tiene que ver con el deseo materno.

La lealtad con los muertos.

La lealtad a esos muertos no implica el aferrase al cadáver, para sobrevivir era necesaria la insensibilidad. Rivers describe al corte de la sensibilidad y la impasibilidad frente al horror de lo que acontece como la primera etapa del trauma.


En el reportaje que le realizaron en el año 73 a Pancho Delgado, al final del mismo decía:

"¿Tus días en el colegio, no los recordás? 

-Sí, pero sin contornos... del colegio lo que me viene ahora a la memoria es mi mejor amigo, Numa... Numa Turcatti, Turcatti con dos "t". El también viajó en el avión, yo lo convencí para que viniera, la convencí a su madre para que lo empujara a él, que era medio flojo para salir... Numa se murió a los sesenta días, faltando tan poquito, en mis brazos, una mañana. Era como un hermano, más todavía... y pensar que no lloré, que no pude llorar ni en ese momento, porque ya tenía la caparazón puesta...".

Pedro Algorta escribe: 

"Allí arriba estábamos blindados, no nos dábamos el lujo de sufrir, de pensar en nuestras casas, en nuestras familias. A mí se me murió un amigo en mis brazos, pero lo lloré unos segundos, después de muerto, ya no era él, y me puse su abrigo porque hacía frío. Y hoy no me genera ningún remordimiento, ninguno de nosotros ha tenido pesadillas con el tema".


La lealtad con los que están muertos aparece muy fuertemente en los testimonios de todos los sobrevivientes. 

Gustavo Zerbino, confiesa que no quería irse de la montaña sin llevarse recuerdos de los muertos para ser entregados a los familiares. Zerbino estaba dispuesto a morir por ellos, los muertos.

¿Por qué estos hombres no enloquecieron, o se suicidaron como los combatientes de Malvinas por ejemplo? 

Para que un traumatismo se convierta en algo que vire hacia la locura hacen falta que sucedan otras cosas además del acontecimiento traumático: la traición o la muerte del compañero, pero sobre todo la desvalorización social del acontecimiento. 

Cuando se dan estos elementos, hacen del traumatizado alguien que está ya muerto, que regresa como si fuera un muerto viviente. Alguien que no puede inscribirse simbólicamente. 


Los sobrevivientes de los Andes nunca dejaron de pertenecer a nuestro mundo, ya que pudieron inscribir socialmente su tragedia. Si bien nunca volverán a ser como eran antes y probablemente su sufrimiento no sea nunca totalmente calmado -porque de alguna manera ellos cultivan ese sufrimiento, ellos lo buscan, porque hay una lealtad hacia aquellos que fueron muertos- pudieron permitirse a través de una sociedad que los arropó y los nombró como una "sociedad de la nieve".


Después de treinta años de la tragedia, surgió el libro “La sociedad de la nieve”, y dieciocho años después el film del mismo nombre. Este último concluiría con una lectura que finalmente brinda a los sobrevivientes la oportunidad de hallar un sentido, un reencuentro y una posible inscripción social.


O como dice Parrado: "con el tiempo la montaña se convirtió en una parte de mi vida, afectó mi carácter, mi destino, debo aceptar que será así para siempre…" 


Notas


Vierci, P., "La sociedad de la nieve", ED. Sudamericana, Uruguay, 2008, pág. 37


www.viven.com.uy


Davoine F. y Gaudilliere, "Locura y lazo social", inédito


http://survivorwalk.blogspot.com/2009/01/sobre-traumas-y-monumentos.html

EL DUELO SIEMPRE ES EN SINGULAR

«El verdadero dolor es indecible. Si puedes hablar de lo que te acongoja estás de suerte: eso significa que no es tan importante. Porque cuando el dolor cae sobre ti sin paliativos, lo primero que te arranca es la palabra», dice Rosa Montero en su magnífico libro La ridícula idea de no volver a verte. Rosa Montero es una escritora española que tiene libros buenos y muy buenos. Entre los muy buenos yo incluiría este y La loca de la casa. 

La ridícula idea de no volver a verte trata del duelo. Si les digo que en psicoanálisis el duelo trata de la pérdida real de un objeto, que ocasiona un agujero que el significante no alcanza a suturar, ustedes no entienden mucho. Dicen: ¿qué está diciendo este hombre? Porque la definición del duelo para el psicoanálisis es que, cuando alguien que queremos muere, irremediablemente se pierde un trozo que no es ni de esa persona ni mío. Es un trozo como de un tercero que hace esa unión y es a eso a lo que no estamos dispuestos a renunciar. Necesitamos mucho tiempo para poder desprendernos de ese trozo. 

Esta definición que acabo de dar es demasiado técnica. En cambio, si uno lee lo que dice Rosa Montero sobre el duelo, se entiende mejor. Ella dice que «el verdadero dolor es indecible», o sea, no se puede decir, no se puede hablar. Y expresa: «si puedes hablar de lo que te acongoja, estás de suerte, eso significa que no es tan importante». Es una definición impresionante, y es realmente psicoanalítica. Porque hay algo de lo innombrable en esa muerte que no se puede recortar con el significante o recortar con la palabra. Hay algo de la locura que tiene que ver con el duelo que no se puede narrar, no se puede describir, no se puede contar. Se necesita un tiempo para que uno le pueda dar una dimensión simbólica a eso que le pasó. 

De hecho, dice: «Ahora que lo pienso, esto es muy parecido a la locura». Ella se psicoanalizó muchos años y tiene un manejo psicoanalítico interesante de la cuestión. 

 

“Eso es lo primero que te golpea en un duelo: la incapacidad de pensarlo y de admitirlo. Simplemente la idea no te cabe en la cabeza. Pero ¿cómo es posible que no esté? Esa persona que tanto espacio ocupaba en el mundo, ¿dónde se ha metido? […] Pero ¿cómo? ¿No voy a verlo más? ¿Ni hoy, ni mañana, ni pasado ni dentro de un año? Es una realidad inconcebible que la mente rechaza: no verlo nunca más es un mal chiste, una idea ridícula”. 

 

Montero cuenta que a veces tiene la idea de que todo es una ilusión y de que su pareja, Pablo, va a volver. Y se descubre haciendo cosas extrañas, como si su ausencia fuera una broma que él le estuviera gastando. 

Poco después de la muerte de Pablo, ella se puso a escribir una novela sobre una selva, que terminó siendo asfixiante. Llevaba más de dos años tomando notas y, según cuenta, lo que escribía era «putrefacto», un «enloquecedor vientre vegetal». Un puro dolor. 

Cuando había escrito los tres primeros capítulos de la «trama más oscura, más desesperada y acongojante», se dio cuenta de que no la podía terminar, ya que tenía que ver con su dolor por la enfermedad de Pablo.

En ese tiempo le encargaron escribir el prólogo de un libro sobre Marie Curie y entonces se le descubrió un nuevo mundo, uno diferente del asfixiante en el que estaba situada su escritura. 

Se puso a leer varias biografías sobre esta mujer y se sorprendió sobremanera por la tristeza que Marie Curie refleja en las fotos o, al menos, la que ella percibía (probablemente su propia tristeza). Comenzó a investigar y descubrió un episodio terrible sobre la muerte de su marido, Pierre Curie. Él había muerto arrollado por la rueda de un carro de caballos y Marie se quedó durante mucho tiempo con la ropa ensangrentada de Pierre, sin poder hacer nada con eso, con esa ropa como testigo mudo del accidente. Después de varios meses, y gracias a la intervención de una amiga, pudo desentenderse de esas ropas, en definitiva, de ese duelo. 

El duelo de Marie Curie es resignificado en el de Rosa Montero. ¿Por qué hablo de esto? Porque creo que el duelo no es una cuestión de tiempo, como se plantea en la psiquiatría actual. En ese tiempo vemos que se indica medicación si la persona sigue tomada por el dolor más de tres meses. No. En algunos casos, puede durar mucho más que ese tiempo y a veces el sujeto no puede hacer nada con ese trozo que es de los dos pero no es de ninguno, y está ahí, como congelado.

Creo que algunos escritores (como Paul Auster en La invención de la soledad o Isabel Allende en La suma de los días, o Rosa Montero con este libro) logran metabolizar ese dolor psíquico profundo, que tiene que ver con una pérdida, a través del acto creativo. También lo puede hacer un músico: tomar ese dolor, mostrarlo y transformarlo en melodía. Eric Clapton decía, por ejemplo, que para él fue muy terapéutico poder cantar la canción que le dedicó a su pequeño hijo, fallecido en un trágico accidente. Parte de Tears in heaven dice:

 

¿Dirías mi nombre si me ves en el cielo?
¿Sería lo mismo si te veo en el cielo?
Debo ser fuerte y continuar
porque sé que no correspondo al cielo.
¿Agarrarías mi mano si me ves en el cielo?
¿Me ayudarías a pararme si me ves en el cielo?
Encontraré mi salida a través de la noche y del día,
porque sé que no me puedo quedar aquí en el cielo.

 

A veces la persona queda atrapada en una inhibición frente a la muerte de un ser querido. A veces queda congelada, como Rosa Montero, que pasó años sin poder escribir sobre eso. Por eso es importante que cada uno se dé su tiempo para elaborar su duelo, para poder renunciar a ese trozo de uno que tiene que ver con ese otro y que no les pertenece a ninguno de los dos.

  

Las luces del Estadio


El diecisiete de diciembre no era cualquier día para Jaime Sarango. Retornaba a los escenarios luego de muchos años el gran Jaime Roos, el hombre de la voz única, grave y montevideana. Y volvía nada más y nada menos que al mítico Estadio Centenario. 

Sarango fue solo al recital. Le hubiera gustado llevar a alguien, pero en este momento de su vida era una utopía. Alejado de los amigos, como Jaime de los escenarios, no tenía con quien ir. Las mujeres siempre fueron un problema sin resolver para él. Quizás como decía Roos sobre el enigma femenino: “cuantas puertas giratorias tiene una mujer”. Sarango nunca pudo encontrar siquiera una de las puertas giratorias. 

Un episodio traumático vivido en su adolescencia tuvo mucho que ver con su relación fallida con el sexo femenino. Sarango trataba de no recordarlo, pero a veces se imponía en su memoria, sobre todo cuando escuchaba la canción de Jaime Roos “La hermana de la coneja”, esa melodía que sonaba el día que entró al baile del liceo y su vida cambió para siempre. Ese fatídico día, Sarango llegó como un ganador o por lo menos así se sentía. Esta sensación estaba ligada al comentario de un compañero: “Laura me dijo que gusta de vos”. Esa niña hermosa y rubia, el amor de su infancia y adolescencia había manifestado interés por el pequeño Jaime. 

Envalentonado por la infidencia de su amigo, se había propuesto pedir “arreglo” a Laura en el baile, como se estilaba en ese momento. Imaginó que en la medida que Laura le dijera que sí, su vida cambiaría. Hasta ese momento, la misma, no había sido muy agraciada. La situación económica de su familia no era la mejor. Era una época donde los adolescentes lucían sus prendas de marca, una forma de mostrar cierto brillo. Un jean Levis, Lee o Wrangler, podía marcar cierta diferencia. 

Jaime Sarango no tenía la posibilidad de comprarse uno, pero poseía ingenio, así que le pidió a su madre, que en un jean barato que tenía y huérfano de marca, cosiera el logo recto en el bolsillo característico de los vaqueros Lee. 

No parecía imposible la tarea, pero no reparó que su madre no era muy refinada en los quehaceres manuales. Lo que tenía que ser una línea recta, terminó siendo una ondulación aberrante, casi como un hijo no deseado de una línea. Igual era tanta la necesidad de Jaime Sarango de portar un vaquero de marca que no pensó que se iban a dar cuenta. Agregó al bastardo de tela azul un pedazo de cuero donde escribió “Lee” a modo de identificación donde pasaba el cinto por debajo. 

Llegó al lugar un poco tarde pero con el entusiasmo que genera portar un pantalón de marca. Sonaba la canción “La hermana de la coneja” cuando la coneja aún era ingenua y no se había hamacado todavía. Divisó la figura de Laura, su cabello rubio y sus ojos azules. Ella sonrió y fue una sensación hermosa, en las antípodas de las dificultades manuales de su madre. Una sonrisa que lo tenía a él como destinatario, una tan blanca como la canción de Jaime Roos cuando habla de la nieve. 

Ni bien entró, un malintencionado miró el jean de Sarango y empezó a reír y burlarse de una forma estridente y mezquina. Rápidamente los otros compañeros se iban acercando y también comenzaban a reír y burlarse. “La hermana de la coneja” seguía sonando pero ya era menos coneja que nunca, y más regia que nadie. 

En ese instante todo se apagó para Jaime. Las risas se convirtieron en un espectáculo trágico. Los adolescentes no reparan en el pudor y exigen hasta el límite. 

Carlitos, unos de los pocos amigos que tenía. En medio de las burlas se acercó para consolarlo. Entre los nervios y la congoja que sentía por Jaime, pero también atrapado por la risa que generaba ver un bolsillo machuco, no pudo contener una irrefrenable gana de vomitar, con tanta mala suerte que la regurgitación aterrizó con la fuerza devastadora de un caballo troyano sobre la remera y el pantalón desdichado de Sarango. 

Las risas se convirtieron aún en más salvajes, un espectáculo horroroso como la vida misma.

Jaime con lo poco de dignidad que le quedaba miró a Laura que ya no reía, tenía más bien una mueca entre el horror y el desagrado. Jaime se fue más perdedor que nunca. Nunca en su vida se sintió tan diferente a la hermana de la coneja, que ya esa altura de la canción iba al psicoanalista y usaba el pelo corto a la garçon.

A partir de ese funesto incidente Sarango se transformó en un ser solitario, un solista como Jaime Roos pero de la vida.

En el segundo anillo del estadio esperaba que comenzara el show. Cuando Jaime y su banda se divisaron a lo lejos, caminando desde la tribuna América a la Olímpica, por la Colombes, Sarango se sintió más identificado que nunca con el músico. Nunca había visto nada igual. Los músicos de a “pie” al escenario, nada más uruguayo. La gente deliraba y Sarango también porque se sentía caminando con ellos, como uno más. Ya el concierto arrancaba con una imagen fuerte, la “garra charrúa”, el luchar desde abajo, cierta imagen de “perdedor”, todo confluía en esa caminata que los hacía más fuertes. Antes de empezar comenzaban ganando dos a cero.

Sarango se sintió con una potencia desconocida, u olvidada, esa que poseía a sus dieciséis años, antes del horror, antes del bautismo escatológico. Con cierta alegría infantil imagino que la vida le daba una segunda oportunidad. 

Cuando comenzó el “Zurdo” Bessio a cantar las primeras estrofas de “Amor profundo”, el Estadio entero se vino abajo. Jaime Roos arriba del escenario emocionado tocando la guitarra y en el segundo anillo Sarango se emocionó mucho más cuando divisó, con sorpresa, unos metros más abajo a Laura, el amor de su infancia. Estaba igual, su pelo rubio alborotado, su cuerpo pequeño y su sonrisa. Estaba ensayando unos pasos de murga que lo deleitaron. Cuanta femineidad en sus movimientos, aquellos tan diferentes a los de su madre que llamaba la atención por su dificultad en seguir cualquier ritmo musical. Quizás por eso a Sarango le fascinaba la gracilidad femenina porque fue huérfano de eso tanto como de un jean de marca.

La rubia debilidad no lo vio. Jaime la observó por un rato y comprobó que también estaba sola. Otra vez dos Jaimes y una Laura en escena. Otro show, uno en un universo paralelo. Pero esta vez creyó que podía terminar de manera diferente.


Cuando Roos se puso en un plano más íntimo y tocó “Las luces del estadio” Sarango lloró como nunca, el espíritu “Piazzollistico” de la canción lo invadió por completo. Una nostalgia eterna que de alguna manera lo invitaba a despedirse de su vida triste. Esa sensación se convirtió en certeza cuando sonó la canción “Se va la murga”. Lo interpretó como un mensaje, “Se va, se va la murga, se va se va la murga, aunque ya nunca pueda decir adiós…”. Era claro el mensaje, aunque no pudiera evitar el suceso ingrato del pasado, no podía seguir atado a él. 


Observó nuevamente a Laura que seguía acompañado el ritmo maravillosamente a lo lejos y se paró también a bailar. Intentó con bastante dificultad seguir el ritmo de murga, seguramente poseía los mismos genes maternos para el arte de la danza. Igualmente olvidó eso y bailó, creyendo que bailaba con ella aunque estuviera lejos. Como podría haber pasado cuando tenía dieciséis años.

Iba a ir a encararla ni bien pudiera. Demasiada gente para hacerlo impulsivamente. Había que hacerlo estratégicamente y lo mejor era al final del show. 

En un momento pasó un vendedor ambulante de churros. La persona que estaba sentada al lado de Jaime lo llamó. El “Churrero” se puso delante de Sarango, lo que le impidió la visual del escenario pero sobre todo de Laura. Se puso muy nervioso, el poder perderla otra vez lo angustió. Lo intimó con una mirada desafiante a ver si el churrero se corría, no como en la canción “Colombina” donde es “indiferente”. Al observar con detenimiento le pareció que era Carlitos, aquel amigo infame que lo había exiliado del baile con su vómito. 

Cuando el vendedor quiso acercar el churro relleno de dulce de leche aún caliente al comprador sentado al lado de Sarango, tuvo la desgracia que parte del líquido viscoso marrón cayera directamente en su remera blanca. “Discúlpame valor” fue lo único que escuchó del churrero que emprendió la partida sin inmutarse y esta vez sí con la mirada indiferente. Jaime pidió un papel prestado y se limpió como pudo. Escuchó algunas risas por el incidente desgraciado pero, esta vez, hizo caso omiso. Sin dudas una gran prueba de valor y madurez. Laura seguía bailando a unos metros. Todo estaba dado para un nuevo renacer, como Jaime Roos lo estaba viviendo en ese Estadio desbordado de gente.


Cuando Jaime terminó dijo que era el último tema. Sarango enmudeció. Pensó que iba a seguir tocando. Los músicos se fueron raudamente del escenario, como el maldito churrero.

Tanta premura invitaba a una vuelta con los bises, así que quedó un poco más tranquilo. “La vida da revancha” gritó desaforado. Un pícaro retrucó, “esa canción de Jaime no la conozco” y la gente rió fuerte. Jaime también. Nadie iba a arruinar su momento. Esta vez no le iba a pasar.

Roos subió nuevamente al escenario y preguntó al público qué canciones quería escuchar. Iban a ser dos, una lenta y otra movida. No había dudas de que la lenta tenía que ser “La hermana de la coneja”. 

Sin embargo la vida es injusta. Jaime Roos desestimó esa sublime canción y eligió “Piropo” por pedido de la gente. 

Sarango se sintió avasallado, su plan empezaba a fallar. Sin embargo Laura comenzó a ir en su dirección. Seguramente iría al baño pero era una señal inequívoca del destino que tenía que actuar. Jaime se levantó presuroso para interceptarla, con tanta mala suerte que cayó de bruces por una mochila que había en el piso. La gente se preocupó al verlo desparramado en el cemento frío del Estadio. Fue tan incómoda la situación que Sarango comenzó a sentirse mal. La gente se le acercaba pero él no lograba poder expresarse. Los nervios le jugaron una mala pasada y algo pasó: no podía moverse ni hablar. Laura divisó un grupo de personas amontonadas pero no alcanzaba a ver de qué se trataba. 

-“Señor, ¿cómo se llama?” le preguntaban. 

Jaime no podía emitir respuesta. Un ataque de pánico se había apoderado de su ser. Se acercó un médico que estaba en la organización del espectáculo y le preguntó nuevamente cómo se llamaba. Que fuera médico de cierta manera lo tranquilizó un poco y trato de decir su nombre. Emilio Gauna le dijo. Fue lo único que atinó a decir. Su cabeza no le funcionaba bien. El médico estaba ahí por su paga y no por conocer las canciones de Roos y mucho menos saber que Emilio Gauna había muerto en Palermo en una noche de carnaval y era el personaje central de una milonga.

-“¿Quién está con usted?”. 

A Jaime le hubiera gustado decir Laura Rodriguez, su amor adolescente, pero sabía que eso era imposible por dos razones, la primera que Laura quizás ni se acordaría de quién era él y la segunda es que no podía emitir palabra alguna. Con un gran esfuerzo logró balbucear “Victoria Abaracon”.

El médico presuroso habló por radio a otra persona. Segundos después, luego que terminara la penúltima canción se escuchó decir por los altoparlantes del estadio una voz que preguntaba por Victoria Abaracon y que Emilio Gauna la esperaba en la enfermería del segundo anillo. 

El estadio explotó de risa, una menos amarga que a los dieciséis años. Todos pensaron que era parte del show, otra genialidad de Roos, como el venir caminando de tribuna a tribuna hasta el escenario. Pero esto no fue una idea concebida por la voz más representativa de Montevideo sino por un azar atroz donde otra vez Sarango era el protagonista.

Mientras llevaban a Jaime en una camilla, como cuando se llevan a un jugador fracturado de la cancha, pasó Laura, incrédula, sin entender qué pasaba con ese señor. Por supuesto sin saber de quién se trataba y, lo que el destino le hubiera deparado, si una mochila maldita no lo hubiera tumbado en medio de una canción escrita por Jaime Roos. 

Sarango la vio pasar, por lo menos con una mueca diferente a la última vez hace tantísimos años. Eso por lo menos lo tranquilizó un poco. 

Cuando lo llevaban en la camilla, el médico volvió a preguntarle cómo estaba. Jaime solo pudo decir “son solo, las luces del estadio”. 

El día que Messi conquistó París.


Hernán Casciari en un cuento llamado “Messi es un perro” escribe que mirando en Youtube descubre que “el video muestra cientos de imágenes en las que Messi recibe faltas muy fuertes y no se cae. No se tira ni se queja. No busca con astucia el tiro libre directo ni el penal. En cada fotograma, él sigue con los ojos en la pelota mientras encuentra equilibrio. Hace esfuerzos inhumanos para que aquello que le hicieron no sea falta, ni sea tampoco amarilla para el defensor contrario”. 


Messi no se queja, no insulta, no es estridente. Messi es la antítesis del Diego, del Diegote, del exceso, de la estridencia. 

Messi habla bajito, es familiero, es amigo de sus amigos. No hace escándalos fuera de la cancha ni dentro de la misma. No se ofrece tanto como objeto agalmático como Maradona. Messi no es un sujeto tan interesante mediaticamente, no hace ruido. 


Pero Messi, como el Diego, también tiene caídas: finales perdidas, penales errados, renuncias a la selección. Y poco a poco se va mostrando su lado más humano, ese que hace engordar el ojo ajeno, ese que lo hace parecer más próximo. Ese que nos deleitó hasta el éxtasis cuando le gritó a un ex compañero del Barcelona Jerry Mina, defensa colombiano: “¡Bailá ahora!”, después de errar el penal en la última Copa América. Un verdadero punto de inflexión para nosotros, uruguayos castigados y humillados por el baile provocador y mezquino del caucano defensor. Messi definitivamente torció el destino y se hizo más próximo que nunca, casi uruguayo para nosotros. Messi dio muestras de la “garra charrúa”.

Nunca probablemente se dio una circunstancia igual donde personas de todo el mundo dejaron de hinchar por una selección y lo hicieron por un jugador. 

Messi, luego de mucho sufrir por años, donde la suerte le era esquiva, logró el campeonato esperado.

Ahora si el héroe se transforma en héroe oficial. Ya nadie lo discute.


Pero las vueltas de la vida, que es democrática y ataca a pobres y ricos, mostró su cara más feroz. Apenas unos días de vacaciones y se encontró con la sorpresa que su equipo de fútbol de toda la vida le daba la espalda. Messi de un día para otro sintió lo que es ser abandonado. Apenas tuvo tiempo para despedidas, con el estadio más vacío que nunca el hijo adoptado por Barcelona se fue por la puerta chica.

En un mes pasó de la gloria al ostracismo, exiliado sin quererlo, repetía la propia tragedia de su entrañable amigo Luis Suárez. En el fútbol no hay lugar para romanticismos ni lealtades. 


Messi más hombre que nunca lloró desconsolado en la conferencia de prensa que le hicieron de despedida y a las apuradas. 

Messi lloraba, el camarógrafo que registraba la escena lloraba también y nosotros que observábamos lo que el camarógrafo registraba llorábamos también. El mundo global, el ojo instantáneo, el llanto que contagia en el imperio de las imágenes.

Antonella, su mujer, le alcanza un pañuelo. Gesto de amor que es reivindicado mundialmente. Todos además de amar a Messi aman a Antonella por el gesto, simple, sencillo, que tendría que ser habitual pero que en este tiempo, mucho más cerca del goce que del amor parece no serlo.

Sin querer se arma otra escena donde el héroe caído en desgracia tiene el apoyo de su familia pero también de todos los que ahí estamos observando como voyeurs embelesados. Es que los héroes tienen eso, generar la admiración a distancia.

Messi se despide entre aplausos y parte rápidamente a un nuevo destino. 

Los héroes tienen otros tiempos, viven a otro ritmo.

Es tan rápido lo que sucede que solo podemos adherirnos a las imágenes sin analizar demasiado el contexto.


El pañuelo en el que lloró Messi no alcanza a secarse cuando Messi está en el aeropuerto de París, con una remera alusiva a la ciudad, un Rolex de oro rosa saludando a sus nuevos seguidores.


Todo esto: salir campeón de América en Brasil, ser despedido en Barcelona  y ser recibido como héroe en París en menos de treinta días. Imposible para cualquier mortal asimilar estos embates de la vida. 

Por eso tenemos que pensar que solo Messi, quizás si verdaderamente un héroe, lo puede hacer.

Hoy los mitos han dado lugar a estos héroes modernos, donde la imagen constituye la forma predilecta del decir contemporáneo y Messi más que nadie nos muestra que la subjetividad sigue construyendo héroes para poder generar ficciones que nos abriguen.

“La depresión mediática”

 La depresión es noticia, mucho mas cuando se la asocia al suicidio. Los medios le están dedicando muchos minutos al tema a partir de testimonios variados y opiniones técnicas. Un tema complejo que termina convirtiéndose en exceso de información, donde no solamente no se esclarece el tema, sino que muchas veces genera un efecto contrario a lo que pretende hacer: la confusión generalizada. 

El término depresión se ha convertido en una expresión que no dice en verdad nada de quien la padece, sino que se transforma en una enfermedad a secas o lo que es aún más complicado se confunde con una epidemia en la cual cualquiera de nosotros podemos caer. Se trataría para quienes manifiestan esta postura, de una enfermedad sigilosa que acecha, una especie de virus que “infecta” y de lo que nadie estaría a salvo.  

Muchos entienden, además, que este problema global exige soluciones globales, por lo que se embanderan en una especie de cruzada contra ese enemigo llamado “depresión”, borrando la singularidad de esta manifestación clínica e impidiendo en su estrategia el poder escuchar lo que se esconde bajo ese velo que enmarca la tristeza.


A mi modo de ver nada más lejano que eso. Es necesario hacer un abordaje diferencial de la depresión ya que duelo, melancolía, angustia, inhibición, pasaje al acto, rechazo del inconsciente, tristeza, dolor de existir,  son algunas de las formas que asumen las depresiones. ¿Se trata de lo mismo todas estas expresiones del dolor psíquico?

El afecto depresivo es una de las modalidades de cierto encuentro con el objeto, y por consiguiente, con el modo de goce. Por tanto es diferente para cada “depresivo” y creo que es imposible sustraernos de esta cuestión.


Freud aportó a la psiquiatría clásica, marcada por la descripción de los fenómenos, de un instrumento de comprensión necesario que permitiera profundizar en lo que está oculto a las manifestaciones clínicas de la tristeza. Esperemos que eso no sea olvidado en un tiempo donde lo mediático gana terreno y los gurús emocionales enarbolan banderas con la aplicación masiva a una lógica que no existe, ya que siempre es de uno en uno.

El Beril


El Beril tiene una historia singular, ya que esa casa ahora devenida en bar musical, fue la casa de mis veranos infantiles. Construida por mi abuelo paterno y después mejorada por mi padre, fue disfrutada por tres generaciones, hasta que por temas económicos debió venderse. Ahí, sin dudas, fue el fin de una etapa de mi vida que recuerdo con mucho cariño.
Confieso que me daba un poco de curiosidad saber cómo iba a reaccionar cuando la visitara. Más allá de las modificaciones que se habían producido en tantos años, estaba la esencia del cuerpo robusto de material que mira al mar.
La recorrí como un explorador que llega a un lugar nuevo pero conocido a la vez, como un antropólogo de mis propios recuerdos transfigurados por el presente. En el fondo de la casa estaba el corazón del bar: la cocina. Donde está ubicada la heladería fue mi cuarto en esa infancia veraniega. El de mis padres fue tirado abajo para que el comedor fuera más amplio y brindara más posibilidades para los clientes. El baño, increíblemente, seguía siendo el mismo, de baldosas cuadradas azules y blancas. Parte de la cocina original se mantenía conservada también. Lo más íntimo de la casa permanecía intacto. Me llamó la atención observar muchos de los muebles de mi época, parecían querer resistirse al paso del tiempo, como soldados peleando por seguir vivos.
Una experiencia extraña la de entrar en mi pasado de esa manera, similar a estar instalado en parte de mi historia, pero en el presente.
Se escuchaba música y risas en el bar, se percibía una alegría jovial y veraniega, similar a la que supe vivir allí, algo que parecía imbricarse con el presente.
Me hubiera gustado encontrar a mis padres allí, recuerdo cómo reían y bailaban en el patio de esa casa con las estrellas como techo. Recuerdo nítidamente esas reuniones donde siempre había una excusa para el canto y el baile, donde los niños participábamos por igual. Con mi hermano y una prima habíamos conformado un trío musical que tenía su número fijo en esas algarabías. Se permitía reír sin censura y cada uno a su manera ofrecía lo que tenía: su voz, su gracia, la imitación de algún familiar, sus cuentos.
Comí una hamburguesa casera y algo del la memoria gustativa emergió. Recordé las hamburguesas de mi abuela Blanca y su canturreo cuando las preparaba. Una melodía silbada brotaba mientras las elaboraba. El Beril en ese momento se transformó en esa pieza suelta de mi historia que me golpeaba en todos los sentidos, con la comida, las risas, la música y el olor a mar. De alguna manera, otra vez se reunían mis padres y mis tíos, mis primos, mis abuelas, los amigos, los perros, pero en forma de otras personas que también disfrutaban. En ese preciso instante reí yo también, cómplice de mis propios desvaríos y casi pude escuchar las músicas de esas épocas.
El Beril se convirtió en una bella nostalgia. Pensé que mis padres, tíos, abuelos y amigos que ya no están, estarían felices de esta coincidencia pícara de la casa devenida en lugar de encuentro, de una metamorfosis donde la esencia más íntima perdura. 0tra vez miré ese mar que acompañaba esa escena.