Comentario sobre el libro "Casos locos"

Narrar la locura por Agustín Courtoisie (El Pais Cultural)

LAS TRECE obras de Lacan incluidas en la bibliografía general podrían haberle dado mala suerte a estos Casos locos del psicoanalista Jorge Bafico. Pero no por el fatídico número, sino porque es muy difícil reformular casos clínicos buscando apoyo en su posible interés narrativo, e incrustándole cada tanto referencias académicas. Tampoco es fácil comentar películas desde el ángulo de la psicología profunda sin aburrir. La tarea era arriesgada y el resultado, ni chicha ni limonada, podía dejar insatisfecha a la academia, y al mismo tiempo alejarse del público general.

Contra esos pronósticos, Bafico produce un libro que se lee en un fin de semana, lleno de finos apuntes descriptivos y abordajes inteligentes, y un equilibrio entre lo anecdótico y lo psicoanalítico por momentos fascinante.

Jorge Bafico es licenciado en Psicología y docente universitario. Es coautor de El entramado de la locura (2005) y compilador de Manifestaciones de las psicosis (1997). Psicoanalista de orientación lacaniana, ha colaborado en diversas revistas.

Para muestra basta un paciente: "Un paraguas negro y punzante se acercaba amenazante hacia mí. Sobresaltado y sin lograr articular respuesta, sólo atinaba a preguntarme qué hacía yo en medio de ese lío. La situación era de por sí extraña pero encuadrada en una primera entrevista psicoanalítica, lo era más aún. Ese fue el comienzo del análisis con Laura".

La chica del paraguas tenía entonces 18 años, y desde los 13 experimentaba situaciones bastante desagradables: "En su cuarto, en la oscuridad, una silueta se delineaba en la penumbra sin que ella pudiera reconocerla. Al iluminarse la habitación, la figura se desvanecía por completo". Laura atribuía el fenómeno a su imaginación, pero unos meses después, la sombra deviene hombre, y el hombre le habla sin pudores. Dice ser el asesino de su abuela, y si Laura no hace todo lo que le pide, va a matar a cualquier integrante de la familia. "Ella será su mujer de ahora en adelante". Es de buen estilo no contar los finales de los cuentos o de las películas. El lector interesado deberá acudir al texto para resolver las mil incógnitas, tan aterradoras como seductoras, que se plantean de ahí en más.

Bafico también utiliza algunos films para desplegar nociones psicoanalíticas cuya verosimilitud debería juzgar el lector. Pero más allá de que se coincida o no con sus teorías, el jugo que extrae de personajes de la ficción, o de realidades noveladas, es muy abundante. Ese es el caso de El hombre araña (Sam Raimi, 2002), Criaturas Celestiales (Peter Jackson, 1994), y Shine ("Claroscuro", Scott Hicks, 1996).

De todas maneras, hay algo que se alarga en el análisis de las películas, algo pesado, como si el autor deslizara entre los dedos una cinta buscando un cuadro determinado, sin encontrarlo. O como si el material no fuese suficientemente generoso para proporcionar el punto de apoyo sólido al psicoanalista. Esto, para algunos lectores, puede suponer una multiplicación innecesaria de páginas.

Sin embargo, en lo que todos coincidirán, es en el trato breve, dolorido, que Bafico hace del caso de Carlos, el aspirante a suicida, y de la paciencia de Helena, su compañera, en "El difícil arte de sufrir". Igual poder de concentración de significados encierra el caso de Pedro, "El errabundo más centrado del mundo".

Bafico trabaja con sutileza también el caso de Juan, el capataz que mató a su patrón: "Lo maté y lo volvería a matar, porque no me dejó contar las vacas" ("Los motivos de un asesino"). Aquí la locura es presentada con ornamentos menos pintorescos que los que le atribuye la creencia popular. Un hombre minucioso, ordenado, exento de agresividad, sufrido en apariencia, soporta a un patrón que no le reconoce sus méritos, le niega un aumento de sueldo, y finalmente, cuando ya le comunicó la decisión de echarlo, no le deja contar las vacas antes de irse. El desenlace parece posible, pero cuando Bafico le arrima al lector ciertas motivaciones profundas de Juan, las puñaladas que terminan con la vida del patrón no admiten alternativa.

Casos locos es disfrutable, aunque exprese tantas formas extremas de la angustia y el dolor. La amenidad y el pulso narrativo del autor, no impiden cierta inquietante sensación al culminar la última página: la línea que divide a la cordura de su opuesto es muy sinuosa, y muy tenue.

CASOS LOCOS de Jorge Bafico, editorial Fin de Siglo, 2006. Montevideo. 128 págs.

Del padre al mito solo hay un cuadro

El Psicoanálisis propone que el sujeto del inconsciente es a constituirse. De eso podrían hablar miles de análisis. El analizante rescribe su historia en el transcurso de la misma, bordeando su posición fantasmática en términos de escritura, y en ese recorrido, se ponen en juego las marcas que lo habitan.

Una mujer
La noticia asoló su tranquilidad. Un escueto telegrama le avisaba de la muerte de su padre.
No sintió dolor; apenas una nostalgia frágil que arropaba algunas reminiscencias.
Él la abandonó tempranamente y sus apariciones posteriores no llegaron a formar una presencia. Un padre de retazos, un retal de pálidos recuerdos, que apenas alcanzaban a modelar un cobertor de padre. Pero al menos era algo, un indicio; porque algunos ni siquiera pueden lograr eso. De eso Schreber nos dio lección: un padre omnipresente-un nombre impotente.
La nota que anunciaba su fallecimiento, también revelaba la noticia de una herencia: un terreno casi perdido en un balneario que paradójicamente se llamaba “El tesoro”.

El psicoanálisis inauguró un nuevo camino en la escucha de ese otro lenguaje, en el que el sujeto habla sobre otra escena: el inconsciente.
J. Lacan, quizás el seguidor más fiel del maestro, se adentró por este camino y concluyó en su seminario de la excomunión, con la ya archifamosa y trillada frase: “el inconsciente está estructurado como un lenguaje”.
Si hablamos de inconsciente, hablamos de sujeto y su existencia se da a leer en la clínica en un sujeto que habla.

Un destino
Absurdos del destino encontraban a esta mujer con un tesoro que no esperaba, y mucho menos de un padre que había muerto -al menos para ella- hacía mucho tiempo.
Quiso entonces rescatar algo de él, pretender reconstruir una imagen de ese padre ausente y austero.
Las relaciones de parentesco crean un orden simbólico que sitúan al sujeto en un lugar en el Otro. No se trata de familiarizarlo. El orden familiar no hace más que traducir el mito del Edipo. No se trata de los padres cotidianos ni de los datos biográficos, sino de su función, es decir, del padre como normativo en tanto intercede en la relación del niño con la madre.

La constelación subjetiva está formada por el relato de cierto número de rasgos que condensan las marcas familiares que lo atraviesan, sin estar el sujeto –nunca- advertido de ello. Goces, duelos, secretos, miedos, creencias, costumbres, traumas, van marcando las letras en las que leemos la malla del fantasma.
En el transitar del análisis el sujeto podrá armar la diferencia entre las marcas que le vienen del Otro y poder hacer su propio juego significante. Desde ahí se producirá un reordenamiento del goce, separando aquello que le viene del Otro, dando lugar a una nueva cadena significante.

El Tesoro
Sin demasiadas ganas marchó a encontrarse con el lugar heredado.
Lo que descubrió fue un tesoro menguado: un terreno en un pequeño pueblo hundido por la crisis económica. Sin la ambición y la finura de su vecino Punta del Este, estaba destinado a pasar sin pena ni gloria.
Vender el tesoro y comprar algo con ese dinero, fue la decisión de la mujer.
Como el terreno no era de gran valía, resolvió comprar una obra de arte acorde al precio de la herencia. Esto le permitiría, de alguna manera, en la mirada de la obra redimir a un padre fantasma.

Después de vender el tesoro, buscó la pieza de arte, pero también al padre.
Se encontró con un cuadro, una especie de Guernica espurio, una pintura grotesca, oscura y lastimera. La totalidad del mismo era la desazón, con la excepción de un caballo pequeño e incólume, que parecía pertenecer a otra obra.
La pintura, sin la armonía necesaria para ser vendida, estaba disimulada en un rincón del local casi por piedad; y pasaba -con suerte- inadvertida a la vista de los ambulantes del lugar, cuando no provocaba cierto rechazo, y muchas de las veces, desagrado.
Ella la observó durante un instante. Obnubilada por esa imagen, se descubrió allí en la devastación, pero también en el caballo. Si eso era lo que buscaba, lo encontró sin saberlo; como antes al tesoro, y por qué no, también al padre.
En la estructura de parentesco no solamente los padres son los que dejan huellas, también tienen lugar otros integrantes de la familia, o los relatos familiares que dejan sus marcas y en algunos casos cumplen funciones supletorias. Y algunas veces -las pocas- pueden serlo los cuadros...

El cuadro
La obra estaba firmada por un artista plástico poco conocido, uruguayo como ella, llamado Paz.
El destino había querido que esta mujer cambiara un tesoro por Paz, esa paz que seguramente necesitaba.
El tiempo pasó y el padre-cuadro se convirtió, apenas, en una herencia suntuaria, un recuerdo familiar para ser atesorado.
La mujer se olvidó de la curiosa historia del cuadro, hasta que quince años más tarde, por las vueltas de la vida, se encontró con la posibilidad de asistir al taller del artista en cuestión.
En el atelier, recorrió con su vista las diversas obras que se le imponían y no pudo identificarse con ninguna. Pensó qué era lo que la había atrapado de ese pintor que ahora no le expresaba nada.
Reflexionó al respecto y se dio cuenta que quizás ese artista también tenía que ver con su padre, ya que no le trasmitió nada, apenas un poco, apenas un cuadro.
Llegó a la conclusión que eso era su padre: un artista insulso que no podía trascender.

Casi al irse, desilusionada, reparó en un pequeño cuadro luminiscente. Se trataba de un paisaje que le recordaba a algo.
Le peguntó a Paz sobre el origen del cuadro.
La respuesta la dejó aturdida: el paisaje en cuestión se trataba de un balneario casi inexistente, del hermano bastardo de Punta del Este, llamado “El Tesoro”. Otra vez volvía el balneario, el padre, el pintor y un cuadro.
Cuando la mujer le contó del tesoro y su cuadro, el pintor no quedó menos abrumado con la historia. No pudo dejar de regalarle el pequeño y luminiscente cuadro, el del balneario “El Tesoro”, con la condición de volver a ver el primero, el de la historia.
El primero, el cuadro-padre significaba algo muy distinto para él. Lo pintó en sus comienzos, cuando nadie lo conocía. Tenía que ver con él y con su tedio vital de entonces.
Convivió un tiempo con el cuadro-espejo, hasta que un día se cansó. Fastidiado, lo llevó a una galería de arte, lo entregó y lo perdió para siempre. No quería saber más de él o por lo menos de ese que era él.

La función significante incorpora la dimensión de lo perdido. Pero de tal modo introduce este corte que, lo perdido es lo que abre la posibilidad de búsqueda, la búsqueda del deseo, lo que el deseo busca.
Es la verdad -de lo que ese deseo fue en su historia- lo que el sujeto grita por medio de su síntoma. Deseo que en la imposibilidad de realizarse, es decir, de capturar su objeto y arroja al pintor o a la mujer, a la repetición. A volver a pedir por el objeto.

Ahora el destino y la conjunción de significantes habían reunido al cuadro, al pintor, a ella y al padre.
Lo que nunca sabremos, porque de objetos perdidos se trata, es de quien era la historia: ¿de la mujer, del pintor, del padre o del cuadro?