Sobre el un extraño caso de doble personalidad: la mujer diablo

Un paraguas negro y punzante se acercaba amenazante hacia mí.

Sobresaltado y sin lograr articular respuesta, sólo atinaba a preguntarme qué hacía yo en medio de ese lío.

El arma en cuestión durante mucho tiempo pasó desapercibida en el flanco izquierdo de mi biblioteca, hasta que fue descubierta y reasignada en funciones, por quien intentaba ser mi agresora.

La situación de por sí era extraña, pero encuadrada en una primera entrevista psicoanalítica, lo era más aún. Un puro acto loco parecía adueñarse de la escena, convirtiéndola casi en la de un film de terror.

El suspenso interminable por fin dio paso a la acción, y el paraguas virulento atacó. Apenas pude levantarme para repelerlo.

Ese fue el comienzo del análisis con Laura.

Laura, en ese tiempo una adolescente de dieciocho años, me llamó una mañana para pedir una consulta. Mi nombre había sido sugerido por una colega que le manifestó “que yo me podría hacer cargo de lo que le pasaba”. Toda derivación o todas las palabras que intentan delimitarla, producen efectos en el futuro de los análisis, muchas veces inimaginables. Esto no iba a ser la excepción en este tratamiento.

Laura era lo que en la jerga médica se conoce como “una psiquiátrica”, una historia llena de psicofármacos e internaciones se apropiaba de la mayoría de sus últimos vivencias.

Inquieta y taciturna, se presenta para su primera entrevista.

Delgada, frágil, como irradiando desdicha, comienza, casi susurrando, a explicar que sus problemas nacieron en el tiempo de la muerte de su abuela. A la sazón, con trece años de edad, comenzó a experimentar situaciones extrañas que no podía controlar. En su cuarto, en la oscuridad, una silueta se delineaba en la penumbra sin que ella pudiera reconocerla. Al iluminarse la habitación, la figura se desvanecía por completo.

En este primer tiempo, ella atribuye esta cuestión al producto de su imaginación.

Meses después, las apariciones tomaron consistencia, a tal punto que la sombra que antes desaparecía con la luz ahora ya no necesitaba de la oscuridad. Lo más alarmante –al menos para ella- es que esa silueta, devenida hombre, le empezara a hablar; se admite como el asesino de su abuela y la amenaza con que puede matar a cualquier integrante de su familia, en la medida en que ella no se avenga a sus propósitos. Ella será su mujer de ahora en adelante.

Este primer tiempo de la lógica de su delirio está marcado por el intento de encontrar una respuesta a través de una consistencia mortífera, arropada en una sola presencia aterradora: la de Lucifer.

Laura me cuenta que al cabo de dos años de esta relación, (¿por qué no llamarla relación?) “El hombre encapuchado”, “Lucifer”, comenzó a violarla.

Las violaciones tienen lugar cuando ella está durmiendo y su sumisión está fundada en la advertencia de que matará a su padre si no accede a su demanda. Es importante destacar que su padre es un hombre bastante mayor que sufre problemas cardíacos.

El miedo que la invade por la posibilidad de la muerte de su progenitor, hace que Laura se someta a sus demandas, no solamente de carácter sexual, sino de otras que tienen que ver con diversos pedidos, tales como no salir de su casa, no escuchar música, etc.

El paraguas sicario

A medida que va historiando su dolor, le pregunto qué posibilidades hay de que yo pueda hablar con “Lucifer”. Muchas veces, cuando uno trabaja con pacientes cuyo diagnóstico no es claro, el poder interactuar con el delirio nos aporta datos interesantes con respecto a la estructura de personalidad, así como a la dirección de la cura.

Laura, entre lágrimas, me dice que nadie puede hablar con él, a excepción de los exorcistas. Sabe, además, que en algunas ocasiones, sobre todo cuando llora, él se apropia de su cuerpo y que incluso pierde la noción de lo que está ocurriendo.

Después de este señalamiento se produce un silencio y una metamorfosis del escenario donde despliega su sufrimiento.

Se tapa la cara con las manos y su llanto se vuelve más potente.

Cambia, es difícil determinar en qué sentido, pero la situación se transforma.

Cuando saca las manos de su cara, su expresión es distinta. El susurro deja paso a una voz estridente e imperativa que, ahora, me grita. Su cuerpo menudo, antes casi inmóvil, se pasea ahora por el consultorio en forma desafiante y altanera. Me mira y dice que es el Diablo.

Me insulta, me amenaza, y frente a mi pasividad, se exaspera. Comienza a escrutar el consultorio como buscando algo.

Está nerviosa, fuera de sí. Entonces ve el paraguas al costado de la biblioteca.

Va hasta el paraguas, me mira de una forma desafiante, lo toma y lo estruja con todas sus fuerzas, con las mismas con las que arremete contra mí...

El diagnóstico

¿Qué le pasa a Laura? Que la locura la atraviesa no hay dudas, pero ¿de qué forma?

Son varias las interrogantes que surgen con respecto a la posibilidad de pensar en el abordaje clínico, desde el punto de vista psiquiátrico aparecen elementos que harían pensar en una psicosis alucinatoria crónica. Las alucinaciones auditivas y visuales, los fenómenos de despersonalización y la dificultad de conciliar el sueño, llevarían necesariamente a ubicarla en ese registro.

Sin embargo, podemos hacer una lectura diferente.

Las alucinaciones psicosensoriales y no exclusivamente auditivas, el delirio más vivido que pensado y hablado, la ausencia de desorientación temporoespacial, las transformaciones, la teatralidad de la escena, así como la brevedad en la duración del delirio (ella puede entrar y salir tan prontamente del mismo sin tener conciencia), me hacen pensar en un primer momento, sin poder fundamentarlo demasiado, en una locura histérica.

La forma de abordaje analítico de una locura histérica o de una psicosis es absolutamente disímil. Es muy importante poder pesquisar la estructura de personalidad que subyace a las manifestaciones clínicas (síntomas, alucinaciones, delirios, etc.), para desde allí poder intervenir.

Historias de duelo y locura... ¿ Un delirio compartido?

En todos los trabajos de diferentes psicoanalistas que hemos leído sobre este tipo de manifestaciones “endemoniadas” es llamativa la poca importancia que se le otorga al entorno familiar de estos pacientes.[1]

Cualquiera que haya trabajado con locuras histéricas sabe que el entorno familiar es absolutamente catastrófico.

El nacimiento de Laura está marcado por la aparición de un delirio atroz de su madre, y el rechazo explícito: no puede tocarla, mucho menos alimentarla. El tópico medular de su locura está singularizada en Laura: ella es hija del diablo.

Su familia teme por la bebe, a tal punto que es confiada a su la abuela materna. Abuela que a partir de ese momento comienza a ser la madre de su propia nieta.

La madre de Laura, a quien llamaremos María, tendrá varias internaciones psiquiátricas durante el primer año del nacimiento de su hija, sobre las cuales reina un profundo secreto familiar.

El diablo como “problema” es introducido en el delirio de su madre y de alguna manera ocupa un lugar referencial en la historia de la paciente.

María pasa cerca de cuatro meses sin ver a su hija, ocupándose la abuela de su cuidado.

Las ideas delirantes de María fueron paulatinamente menguando hasta casi desaparecer. Igualmente la niña se quedó viviendo en casa de su abuela durante los primeros años.

El cuarto año de vida estará marcado por un acontecimiento trascendente: el volver a casa de sus padres. Es importante subrayar que el hecho de que Laura y María vivieran por primera vez bajo el mismo techo no tiene que ver con un pedido de esta última, sino por un tema exclusivamente económico. La abuela siguió siendo quien se ocupaba de la nieta y además quien organizaba las cuestiones domésticas.

Una loca maternidad

Laura plantea, a partir de las primeras entrevistas, una infancia vivida como miserable, “mi madre me usó toda la vida”. Relación marcada por la hiperexigencia, el menosprecio y el abandono real.

Por otro lado su padre aparece como un “inválido” incapaz de oponerse a la palabra materna.

Su familia tiene un lazo místico muy fuerte; pertenecen a una secta religiosa dedicada a “liberar a las almas del poder de Satanás”.

Sus recuerdos sobre esa época son escasos. Explica que ante cualquier equivocación, su madre la sometía a “chantaje” emocional advirtiéndole con que su padre iba a morir del disgusto, lo cual condicionaba a la niña a hacer algunas cosas sí y otras no. Esto será retomado más adelante en su delirio.

La muerte de la abuela cambiará dramáticamente los acontecimientos y afectará de una forma muy profunda a estas dos mujeres.

En Laura se desatan por primera vez ideas delirantes, donde la temática central de las mismas está dada por la aparición de la figura del diablo; el fallecimiento es subjetivado como un crimen en el que Lucifer se convierte en el asesino.

En María, de igual forma se desencadena un delirio: está convencida de que Dios le predijo la muerte de su madre.

Este hecho inicia la serie de contactos con Dios, a partir de los cuales María cree poder predecir el futuro de la gente. Esta “revelación” es una experiencia vivida como radical para María, convirtiéndose en el centro de su vida. A partir de este “develamiento” comienza a dedicarse a diferentes prácticas parapsicológicas, las cuales rápidamente se transforman en el principal ingreso de dinero a la familia. Es importante mencionar que de alguna manera la locura de María hace lazo social, generando vínculos con la comunidad.

Los primeros “trabajos” que realiza María son para su hija, “para que los malos espíritus no le hicieran nada malo”. Estaba convencida de que Laura estaba poseída por el demonio y es allí donde comienza el peregrinaje de ambas por diferentes templos.

La locura de Laura denuncia de alguna manera la imposibilidad de asumir la maternidad por parte de su propia madre.

Mujeres locas, hijas eternas y padres ineficaces son el saldo de su entramado familiar.

El drama de lo imaginario

Intentamos despejar que la locura de Laura no es la misma que la de María. Arriesgaríamos ir un poco más allá, al decir que ni siquiera las estructuras de personalidad de ambas son similares.

En Laura se esboza de otra forma su delirio que situamos como histérico, inscribiéndose en una sucesión de hechos con relación a las historias de las generaciones anteriores.

En cuanto a lo formal, su relato se aprecia en lo medular respetado en la sintaxis, y las palabras no se disgregan, como ocurre con el delirio en la psicosis, que se manifiesta en problemas semánticos importantes como en “términos que faltan en la frase, giros o ritmos semánticos particulares”[2].

En el delirio de Laura se asiste a una dramatización de su novela familiar, que expone descarnadamente su locura a través de un diablo. El mismo es obtenido del delirio de su madre, y que no deja de ser... un padre en la dimensión metafórica que la paciente le concede.

Porque de eso se trata, de un padre, porque el diablo no deja de ser la contra-cara de dios, la contra-cara del padre, una mala copia, un padre carente, el padre de Laura.

Instalación de una conflictiva histérica, sólo que de forma demoníaca y con la omnipresencia de la temática sexual. Estas características del delirio sumadas a la culpabilidad son bastante frecuentes en las locuras histéricas.

El desdoblamiento de la personalidad, en este caso a través de la figura del diablo, es otro de los elementos particulares de este tipo de delirio, Otto Rank[3] descubrió que bajo estas fragmentaciones “endemoniadas” se hallaba un fuerte sentimiento de culpabilidad.

El delirio de Laura se revelará interpretable como un síntoma neurótico que comprende metáforas descifrables.

La culpabilidad masiva en la locura histérica

Como mencionaba anteriormente, las crisis de Laura comenzaron en un tiempo ulterior a la muerte de su abuela. La única solución que encontró su familia para abordar el tema fue llevarla a ser “exorcizada” a uno de los templos que abundan en Montevideo.

Las crisis desaparecían rápidamente cuando el ejecutor del “exorcismo” terminaba su “trabajo”.

El “dispositivo” del exorcismo, de alguna forma, oficiaba de sostén para la locura de Laura y también la de su familia, que participaba activamente en el mismo.

Esta práctica duró unos años y siempre funcionaba de la misma manera. Su madre era quien la llevaba; así, frente a un público expectante, la poseída desplegaba su “función”: catarsis, insultos, bailes y la confrontación final con quien dirigía el exorcismo.

En el último acto aparecía lo esperado, una parrafada iracunda del exorcista que incitaba a una discusión aún más encolerizada con la adolescente ya transformada. El ejecutante, una vez que lograba la confesión final de los pecados cometidos, la mojaba con “agua bendita”, dirigiendo su palabra al demonio, y la liberaba de éste.

La confesión y el posterior castigo moral, posibilitaban la desaparición de Lucifer durante un tiempo.

El mecanismo era invariable: confesión que desembocaba en un castigo con la consecuente supresión de los síntomas.

La eficacia terapéutica que le proporcionaba este ritual exorcista era innegable, ya que durante algunos días el delirio se atemperaba con el efecto de la desaparición del Diablo.

Paradójicamente, a medida que los exorcismos continuaban, la autonomía de Lucifer como personalidad independiente aumentaba. Los diferentes exorcismos habían contribuido a enriquecer su delirio, le habían dado vida y cuerpo a Lucifer.

La relación que se establecía entre Laura y quien ejecutaba los exorcismos no era muy diferente a cualquier relación que opere con la sugestión. La eficacia de la técnica reside en un “despliegue alrededor del cuerpo del histérico, una palabra que lo rodea, lo guía, lo sostiene integrando los términos que designan indirectamente su trastorno”[4]

¿Qué es lo que me deja claro Laura luego de mi señalamiento sobre el diablo y su posterior transformación? Que como todas las histéricas, Laura se encuentra expectante de un público que demande, en su caso particular incluso para sacrificarse hasta la expiación. Es preciso que el otro que sugiere -en este caso el exorcista, pero podría eventualmente serlo cualquiera- haya sido investido en un lugar privilegiado por ella. Desde ese lugar responde, a partir de lo que cree que el otro espera.

Ese lugar privilegiado es un lugar de Amo, siempre instituido por la histeria en el sentido de que supuestamente sabe lo que la histérica se esfuerza en desconocer acerca de su deseo.

El psicoanalista Jean Claude Maleval[5] plantea que la culpabilidad masiva[6] que se observa en este tipo de histeria, que él denomina histeria crepuscular[7], surge cuando el juego de la dialéctica del deseo está obstaculizada. Laura necesita de otros amos que le indiquen sobre lo que es, o lo quieren que sea.

La derivación: “se puede hacer cargo de lo que te pasa” tuvo como primer efecto que ella realizara lo mismo que hacía en los templos: su cuerpo se pone al servicio de las demandas, explota y se fragmenta.

El modelo que me propone Laura, en esa primera entrevista, es el ya explorado por ella: la eficacia de la sugestión.

Laura, a partir de las siguientes entrevistas no delira, reserva sus crisis exclusivamente al ámbito familiar. El hecho de que pudiera disponer de alguien sobre el cual descargar su delirio sin que se proponga como un amo, le permite efectuar un giro en relación a su demanda, haciendo del analista un sustituto de sus síntomas. Freud llamó a esto “neurosis de transferencia”.

La parafernalia del cuerpo histérico

El análisis de Laura se podría haber deslizado por la fascinación que su historia ofrecía: locura, misticismo y muerte. No en vano durante años deambuló con su discurso diabólico por los diferentes templos de Montevideo. Esa misma presentación “endemoniada” fue la que llevó al consultorio, a través de la puerta que abrió la derivación: “que el analista se podría hacer cargo de lo que le pasaba”

Su presentación demoníaca en la primera entrevista del tratamiento psicoanalítico no intentó hacer otra cosa. Lo que procuraba la paciente era crear al personaje que ella se figuraba o al que pretendía hablar.

Si el analista se enganchaba en ese señuelo, en ese espejo, se confundía con el personaje o con la imagen a quien la histérica se dirigía y, en consecuencia, cercenaba la posibilidad del análisis.

El analista, si se enreda en el anzuelo que la fascinación propone, puede equivocarse en el lugar que ocupa, colocándose en el terreno donde la histérica representa ese personaje. En ese caso es muy probable que el psicoanalista proyecte su propio deseo, dejando nuevamente a la histérica en el desconocimiento acerca del suyo, que en definitiva no es otra cosa que lo que busca.

Laura enseña que las historias por más interesantes que sean, deben ser leídas en un contexto que esté en relación al paciente, o mejor dicho, a los significantes que la representan y no al síntoma por sí mismo.

A modo de conclusión no deja de resonar una frase de Lacan con relación a lo que es un psicoanálisis: “Para saber lo que ocurre en un análisis, hay que saber de dónde viene la palabra”[8]



[1] Para muestra un botón, leer el trabajo “El delirio histérico no es un delirio disociado” de J.C. Maleval, Locuras histéricas y psicosis disociativas, ED. Paidos, Buenos Aires, 1991.

[2] Maleval J. “Locuras histéricas y psicosis disociativas”, ED. Paidos Bs. As. 1991, Pág. 94.

[3] Uno de los principales discípulos de Freud de la primera época.

[4] Kress, J., “Hypnose et hystèrie”, Perspectives psychiatriques, http://psychiatrie-francaise.com

[5] Uno de los psicoanalistas contemporáneos más innovadores con respecto a la temática de la locura.

[6] El tema de la culpabilidad masiva aparece en todos los casos de Locura Histérica conocidos. Para el que quiera ampliar el tema: “Sybil”: F. R. Schreiber, ED. Albin Michel, Montreal, 1974. “Una pasión de transferencia, Marion Milner y el caso Susana”, Colette Soler, ED. Manantial, Buenos Aires, 1991. “El delirio histérico no es un delirio disociado”, J.C. Maleval, ED. Paidós, Buenos Aires, 1991. “Para una rehabilitación de la locura histérica”, J.C. Maleval, ED. Paidós, Buenos Aires, 1991.”Escritos psicoanalíticos”, Víctor Tausk, ED. Gedisa, Buenos Aires, 1994. “Un viaje a través de la Locura”, Mary Barnes y J. Berke, ED. Martínez Roca, Barcelona, 1985.

[7] Maleval, J., “Las histerias crepusculares”, publicado en “Vicisitudes de la Histeria”, ED. Manantial, Bs. As. 1989, Pág. 20.

[8] Lacan, J., “La instancia de la letra en el inconsciente o la razón desde Freud, Escritos 1, ED. Siglo XXI, México, 1990, Pag. 458.

Amores maradonianos

La ventana pequeña pero en armonía con la habitación dejaba igualmente descubrir un paisaje espléndido. Un verde intenso con unas imperceptibles ondulaciones resaltaba aún más una pequeña laguna terrosa que se imponía frente a mí. Una maravilla visual, pero instalada en uno de los infiernos del mundo: una cárcel.

Mi reposo sensorial se interrumpió, giré y distinguí las paredes lastimadas y las puertas desencajadas que subsistían como testigos inertes del sufrimiento humano que allí existía.

Retorné rápidamente a la cruda realidad que me rodeaba: la presencia de un policía que a los gritos me indicaba que lo acompañara a socorrer a “Maradona”.

Mi tarea consistía en evaluar psicológicamente a los reclusos, con el fin de hacer un diagnóstico psicológico que determinaría, junto con otros informes, su grado de peligrosidad y, consecuentemente, recomendar qué lugar físico ocuparían en el celdario. Estos informes, que requieren de un tiempo y de un esfuerzo importante, por lo general no son tomados en cuenta en las decisiones finales. “Cuestiones políticas” les dicen.

Podría pensarse que nuestra función no resultaba valiosa. Pero no era así. Además del trabajo profesional que realizábamos, nuestra presencia en el Penal implicaba una “intermediación necesaria” en la relación “extraña” entre policías y presos.

Salí de la habitación que oficiaba de “consultorio”. Aunque su impronta gris lo invadiera todo, era uno de los pocos lugares que ofrecía algo de hospitalidad en el celdario.

Acostumbrado a las comodidades de un consultorio psicológico, trabajar en la cárcel no dejaba de resultarme una experiencia espinosa a pesar de los años transcurridos; pero el hecho de tener que salir casi corriendo para ver a un recluso parecía una exageración.

A “Maradona” lo conocía bien porque lo había entrevistado en varias ocasiones. Estaba encarcelado hacía una eternidad. Es que los infiernos tienen eso, son atemporales. La vida por allí no se cuenta ni en días ni en años sino en una especie de continuidad sufriente y perpetua.

Recordaba, mientras llegaba al lugar, nuestra primera conversación. Se presentó con su sobrenombre y me dijo que era un muy buen jugador de fútbol, de una zurda precisa y eficaz que producía terror en las defensas. El dato concreto, más allá de sus autoproclamadas habilidades, era que integraba la selección de la cárcel.

Tenía unos cuarenta años. Su padre había sido un jugador de fútbol de medio pelo, a quien su madre nunca lo había admitido como tal. Un padre ausente, un padre que no reconoce hijos, tal como la propia historia del Maradona “famoso y mediático”.

Pero lo más llamativo de este hombre no era se considerara un buen jugador de fútbol, de hecho varios presos también se distinguían por eso; ni por la ausencia de apellido paterno -cosa bastante común por esos lugares-. Lo más extravagante era que estaba absolutamente y definitivamente loco.

Su discurso era, más allá de cualquier prejuicio, delirante.

Padecía de una locura “maradoniana”, ya que creía poseer la exclusiva facultad de poder hablar con el jugador más idolatrado de la historia del fútbol mundial. La salvedad es que no lo hacía por medio de ningún aparato de comunicación conocido, sino que lo efectuaba a través de su rodilla izquierda; la articulación de la pierna se ofrecía como una especie de teléfono móvil que recibía la voz del astro argentino.

Esta no sería “la mano de Dios” pero no le iba en zaga: era, sin ninguna discusión, una rodilla zurda inigualable, “divina”.

Este delirio era parte de su vida, parte de su ser, sin alteraciones conductuales de importancia a través de los años, cuestión bastante atípica en la evolución de cualquier forma de delirio.

Lo interesante es que su “desequilibrio” convivía en armonía en el mundo carcelario. En Uruguay un buen jugador en Uruguay seguramente será siempre híper-valorado, pero en este caso llamaba la atención.

“Maradona” demostraba poder sobrevivir sin el cuidado médico, sin psicofármacos y sin asistencia psicológica, rehusaba este tipo de auxilio y aseguraba no estar loco. Simplemente hablaba con Diego Armando Maradona de una forma inusual. En la cárcel no era un loco, como sí seguramente lo sería en otro ámbito; era un personaje del lugar, acompañado y sostenido por sus semejantes: los presos.

Gracias a su locura y a sus destrezas futbolísticas, este hombre se había erigido en un símbolo de la cárcel, su delirio “maradoniano” era disfrutado por los demás reclusos, que se divertían con las “conversaciones” con el astro argentino y se transportaban al mundo fantástico del “Diegote”. En definitiva, un personaje único y clave para el funcionamiento de la sociedad penitenciaria.

El requerimiento urgente del policía para que viera a “Maradona” cuanto antes era un pedido de sus compañeros, preocupados por su estado.

Unos días antes, una psiquiatra lo había examinado por los problemas que tenía para poder dormir y había comprobado un delirio enquistado por años.

La falta de sueño había revelado una complicación mayor, ignorada hasta ese momento por las autoridades carcelarias.

La psiquiatra, con buen tino, recomendó al médico de guardia que le aplicara cinco inyecciones de un antipsicótico muy potente. La profesional había considerado innecesario explicarle al colega que el psicofármaco se aplicaba de a uno por mes, debido a que su efecto persistía por treinta días.

La cuestión es que el médico de guardia no entendió la forma de administración del psicofármaco o no era afecto al dios argentino, por lo que las cinco dosis fueron aplicadas el mismo día.

Como le había pasado al astro argentino durante el campeonato Mundial de Fútbol en Estados Unidos, a nuestro Maradona también le “cortaron las piernas” y el “resto del cuerpo” por un exceso de químicos. El “diez” uruguayo tuvo un paro cardiorrespiratorio que casi lo saca de este mundo.

El galeno tuvo que tomarse vacaciones forzadas para evitar convertirse en víctima de un linchamiento por parte de los presos. No era para menos: había arruinado a su jugador estrella.

Cuando llegué y comprobé su estado, en el mejor de los casos, era francamente calamitoso. Estaba cargado de gestos inquietantes, palabras confusas, alusiones misteriosas, ardides ocultos, suposiciones ineficaces y enigmas indescifrables.

El desenlace de la exageración farmacológica fue una eclosión terrible y feroz de un delirio paranoico. Ideas de persecución en torno a sus compañeros eran ahora el motor de su locura.

El tiempo de convivencia armónica con su rodilla siniestra y la comunicación con su ídolo parecía haber llegado a su fin. Su delirio había trasmutado en algo absolutamente diferente.

Estas conductas se acercaban a lo que su estructura de personalidad marcaba: una esquizofrenia, pero, esta vez, aparecían de una manera extraña y diferente para los demás; distante de aquella conexión –igualmente loca- con el futbolista rey. La locura seguía estando en juego, pero ahora expresada de una forma diferente.

Su pierna siniestra era sólo un pedazo de carne que se arrastraba junto a la derecha sin el mínimo atisbo de garbo.

Todo en él se había desmoronado tras la caída de la zurda mágica. Zurda futbolística pero capacitada para oficiar de vínculo etéreo con el mismísimo Maradona. Todo él era un despojo humano, ininteligible en su intento loco de formular un delirio paranoico.

Quedé conmovido, sin nada que hacer.

Para mí también era la caída de un ídolo.

A la semana siguiente me lo trajeron a mi “consultorio”, aunque no tenía demasiadas expectativas acerca de lo que me iba a encontrar.

Seguía arrastrándose, aunque las persecuciones delirantes habían desaparecido. Se expresaba en un lenguaje monocorde y ramplón, sus ínfulas paranoicas habían cedido a una presencia fantasmal y triste del personaje de otrora.

Me acerqué suavemente y le pregunté casi al oído, como quien ausculta a un moribundo, si aún podía comunicarse con Maradona.

Luego de escuchar sonidos casi incomprensibles de su parte –producto aún del insidioso trabajo de los fármacos-, en un balbuceante y -porqué no decirlo- babeante lenguaje, me dijo:

-“A veces se corta, la línea no anda bien, pero sí, se puede”.

Maradona seguía vivo en él; su locura también. Maravillosa frase, que me sorprendió y me llevó a pensar en la localización de la locura y en su persistencia más allá de la medicación excesiva.

Confieso que me emocioné. Otra vez el genio maradoniano florecía.

“Maradona” mostraba que su locura no había muerto.

En la medida que pudiera dominarla, podría seguir subsistiendo en ese infierno llamado cárcel.