EL DUELO SIEMPRE ES EN SINGULAR

«El verdadero dolor es indecible. Si puedes hablar de lo que te acongoja estás de suerte: eso significa que no es tan importante. Porque cuando el dolor cae sobre ti sin paliativos, lo primero que te arranca es la palabra», dice Rosa Montero en su magnífico libro La ridícula idea de no volver a verte. Rosa Montero es una escritora española que tiene libros buenos y muy buenos. Entre los muy buenos yo incluiría este y La loca de la casa. 

La ridícula idea de no volver a verte trata del duelo. Si les digo que en psicoanálisis el duelo trata de la pérdida real de un objeto, que ocasiona un agujero que el significante no alcanza a suturar, ustedes no entienden mucho. Dicen: ¿qué está diciendo este hombre? Porque la definición del duelo para el psicoanálisis es que, cuando alguien que queremos muere, irremediablemente se pierde un trozo que no es ni de esa persona ni mío. Es un trozo como de un tercero que hace esa unión y es a eso a lo que no estamos dispuestos a renunciar. Necesitamos mucho tiempo para poder desprendernos de ese trozo. 

Esta definición que acabo de dar es demasiado técnica. En cambio, si uno lee lo que dice Rosa Montero sobre el duelo, se entiende mejor. Ella dice que «el verdadero dolor es indecible», o sea, no se puede decir, no se puede hablar. Y expresa: «si puedes hablar de lo que te acongoja, estás de suerte, eso significa que no es tan importante». Es una definición impresionante, y es realmente psicoanalítica. Porque hay algo de lo innombrable en esa muerte que no se puede recortar con el significante o recortar con la palabra. Hay algo de la locura que tiene que ver con el duelo que no se puede narrar, no se puede describir, no se puede contar. Se necesita un tiempo para que uno le pueda dar una dimensión simbólica a eso que le pasó. 

De hecho, dice: «Ahora que lo pienso, esto es muy parecido a la locura». Ella se psicoanalizó muchos años y tiene un manejo psicoanalítico interesante de la cuestión. 

 

“Eso es lo primero que te golpea en un duelo: la incapacidad de pensarlo y de admitirlo. Simplemente la idea no te cabe en la cabeza. Pero ¿cómo es posible que no esté? Esa persona que tanto espacio ocupaba en el mundo, ¿dónde se ha metido? […] Pero ¿cómo? ¿No voy a verlo más? ¿Ni hoy, ni mañana, ni pasado ni dentro de un año? Es una realidad inconcebible que la mente rechaza: no verlo nunca más es un mal chiste, una idea ridícula”. 

 

Montero cuenta que a veces tiene la idea de que todo es una ilusión y de que su pareja, Pablo, va a volver. Y se descubre haciendo cosas extrañas, como si su ausencia fuera una broma que él le estuviera gastando. 

Poco después de la muerte de Pablo, ella se puso a escribir una novela sobre una selva, que terminó siendo asfixiante. Llevaba más de dos años tomando notas y, según cuenta, lo que escribía era «putrefacto», un «enloquecedor vientre vegetal». Un puro dolor. 

Cuando había escrito los tres primeros capítulos de la «trama más oscura, más desesperada y acongojante», se dio cuenta de que no la podía terminar, ya que tenía que ver con su dolor por la enfermedad de Pablo.

En ese tiempo le encargaron escribir el prólogo de un libro sobre Marie Curie y entonces se le descubrió un nuevo mundo, uno diferente del asfixiante en el que estaba situada su escritura. 

Se puso a leer varias biografías sobre esta mujer y se sorprendió sobremanera por la tristeza que Marie Curie refleja en las fotos o, al menos, la que ella percibía (probablemente su propia tristeza). Comenzó a investigar y descubrió un episodio terrible sobre la muerte de su marido, Pierre Curie. Él había muerto arrollado por la rueda de un carro de caballos y Marie se quedó durante mucho tiempo con la ropa ensangrentada de Pierre, sin poder hacer nada con eso, con esa ropa como testigo mudo del accidente. Después de varios meses, y gracias a la intervención de una amiga, pudo desentenderse de esas ropas, en definitiva, de ese duelo. 

El duelo de Marie Curie es resignificado en el de Rosa Montero. ¿Por qué hablo de esto? Porque creo que el duelo no es una cuestión de tiempo, como se plantea en la psiquiatría actual. En ese tiempo vemos que se indica medicación si la persona sigue tomada por el dolor más de tres meses. No. En algunos casos, puede durar mucho más que ese tiempo y a veces el sujeto no puede hacer nada con ese trozo que es de los dos pero no es de ninguno, y está ahí, como congelado.

Creo que algunos escritores (como Paul Auster en La invención de la soledad o Isabel Allende en La suma de los días, o Rosa Montero con este libro) logran metabolizar ese dolor psíquico profundo, que tiene que ver con una pérdida, a través del acto creativo. También lo puede hacer un músico: tomar ese dolor, mostrarlo y transformarlo en melodía. Eric Clapton decía, por ejemplo, que para él fue muy terapéutico poder cantar la canción que le dedicó a su pequeño hijo, fallecido en un trágico accidente. Parte de Tears in heaven dice:

 

¿Dirías mi nombre si me ves en el cielo?
¿Sería lo mismo si te veo en el cielo?
Debo ser fuerte y continuar
porque sé que no correspondo al cielo.
¿Agarrarías mi mano si me ves en el cielo?
¿Me ayudarías a pararme si me ves en el cielo?
Encontraré mi salida a través de la noche y del día,
porque sé que no me puedo quedar aquí en el cielo.

 

A veces la persona queda atrapada en una inhibición frente a la muerte de un ser querido. A veces queda congelada, como Rosa Montero, que pasó años sin poder escribir sobre eso. Por eso es importante que cada uno se dé su tiempo para elaborar su duelo, para poder renunciar a ese trozo de uno que tiene que ver con ese otro y que no les pertenece a ninguno de los dos.

  

Las luces del Estadio


El diecisiete de diciembre no era cualquier día para Jaime Sarango. Retornaba a los escenarios luego de muchos años el gran Jaime Roos, el hombre de la voz única, grave y montevideana. Y volvía nada más y nada menos que al mítico Estadio Centenario. 

Sarango fue solo al recital. Le hubiera gustado llevar a alguien, pero en este momento de su vida era una utopía. Alejado de los amigos, como Jaime de los escenarios, no tenía con quien ir. Las mujeres siempre fueron un problema sin resolver para él. Quizás como decía Roos sobre el enigma femenino: “cuantas puertas giratorias tiene una mujer”. Sarango nunca pudo encontrar siquiera una de las puertas giratorias. 

Un episodio traumático vivido en su adolescencia tuvo mucho que ver con su relación fallida con el sexo femenino. Sarango trataba de no recordarlo, pero a veces se imponía en su memoria, sobre todo cuando escuchaba la canción de Jaime Roos “La hermana de la coneja”, esa melodía que sonaba el día que entró al baile del liceo y su vida cambió para siempre. Ese fatídico día, Sarango llegó como un ganador o por lo menos así se sentía. Esta sensación estaba ligada al comentario de un compañero: “Laura me dijo que gusta de vos”. Esa niña hermosa y rubia, el amor de su infancia y adolescencia había manifestado interés por el pequeño Jaime. 

Envalentonado por la infidencia de su amigo, se había propuesto pedir “arreglo” a Laura en el baile, como se estilaba en ese momento. Imaginó que en la medida que Laura le dijera que sí, su vida cambiaría. Hasta ese momento, la misma, no había sido muy agraciada. La situación económica de su familia no era la mejor. Era una época donde los adolescentes lucían sus prendas de marca, una forma de mostrar cierto brillo. Un jean Levis, Lee o Wrangler, podía marcar cierta diferencia. 

Jaime Sarango no tenía la posibilidad de comprarse uno, pero poseía ingenio, así que le pidió a su madre, que en un jean barato que tenía y huérfano de marca, cosiera el logo recto en el bolsillo característico de los vaqueros Lee. 

No parecía imposible la tarea, pero no reparó que su madre no era muy refinada en los quehaceres manuales. Lo que tenía que ser una línea recta, terminó siendo una ondulación aberrante, casi como un hijo no deseado de una línea. Igual era tanta la necesidad de Jaime Sarango de portar un vaquero de marca que no pensó que se iban a dar cuenta. Agregó al bastardo de tela azul un pedazo de cuero donde escribió “Lee” a modo de identificación donde pasaba el cinto por debajo. 

Llegó al lugar un poco tarde pero con el entusiasmo que genera portar un pantalón de marca. Sonaba la canción “La hermana de la coneja” cuando la coneja aún era ingenua y no se había hamacado todavía. Divisó la figura de Laura, su cabello rubio y sus ojos azules. Ella sonrió y fue una sensación hermosa, en las antípodas de las dificultades manuales de su madre. Una sonrisa que lo tenía a él como destinatario, una tan blanca como la canción de Jaime Roos cuando habla de la nieve. 

Ni bien entró, un malintencionado miró el jean de Sarango y empezó a reír y burlarse de una forma estridente y mezquina. Rápidamente los otros compañeros se iban acercando y también comenzaban a reír y burlarse. “La hermana de la coneja” seguía sonando pero ya era menos coneja que nunca, y más regia que nadie. 

En ese instante todo se apagó para Jaime. Las risas se convirtieron en un espectáculo trágico. Los adolescentes no reparan en el pudor y exigen hasta el límite. 

Carlitos, unos de los pocos amigos que tenía. En medio de las burlas se acercó para consolarlo. Entre los nervios y la congoja que sentía por Jaime, pero también atrapado por la risa que generaba ver un bolsillo machuco, no pudo contener una irrefrenable gana de vomitar, con tanta mala suerte que la regurgitación aterrizó con la fuerza devastadora de un caballo troyano sobre la remera y el pantalón desdichado de Sarango. 

Las risas se convirtieron aún en más salvajes, un espectáculo horroroso como la vida misma.

Jaime con lo poco de dignidad que le quedaba miró a Laura que ya no reía, tenía más bien una mueca entre el horror y el desagrado. Jaime se fue más perdedor que nunca. Nunca en su vida se sintió tan diferente a la hermana de la coneja, que ya esa altura de la canción iba al psicoanalista y usaba el pelo corto a la garçon.

A partir de ese funesto incidente Sarango se transformó en un ser solitario, un solista como Jaime Roos pero de la vida.

En el segundo anillo del estadio esperaba que comenzara el show. Cuando Jaime y su banda se divisaron a lo lejos, caminando desde la tribuna América a la Olímpica, por la Colombes, Sarango se sintió más identificado que nunca con el músico. Nunca había visto nada igual. Los músicos de a “pie” al escenario, nada más uruguayo. La gente deliraba y Sarango también porque se sentía caminando con ellos, como uno más. Ya el concierto arrancaba con una imagen fuerte, la “garra charrúa”, el luchar desde abajo, cierta imagen de “perdedor”, todo confluía en esa caminata que los hacía más fuertes. Antes de empezar comenzaban ganando dos a cero.

Sarango se sintió con una potencia desconocida, u olvidada, esa que poseía a sus dieciséis años, antes del horror, antes del bautismo escatológico. Con cierta alegría infantil imagino que la vida le daba una segunda oportunidad. 

Cuando comenzó el “Zurdo” Bessio a cantar las primeras estrofas de “Amor profundo”, el Estadio entero se vino abajo. Jaime Roos arriba del escenario emocionado tocando la guitarra y en el segundo anillo Sarango se emocionó mucho más cuando divisó, con sorpresa, unos metros más abajo a Laura, el amor de su infancia. Estaba igual, su pelo rubio alborotado, su cuerpo pequeño y su sonrisa. Estaba ensayando unos pasos de murga que lo deleitaron. Cuanta femineidad en sus movimientos, aquellos tan diferentes a los de su madre que llamaba la atención por su dificultad en seguir cualquier ritmo musical. Quizás por eso a Sarango le fascinaba la gracilidad femenina porque fue huérfano de eso tanto como de un jean de marca.

La rubia debilidad no lo vio. Jaime la observó por un rato y comprobó que también estaba sola. Otra vez dos Jaimes y una Laura en escena. Otro show, uno en un universo paralelo. Pero esta vez creyó que podía terminar de manera diferente.


Cuando Roos se puso en un plano más íntimo y tocó “Las luces del estadio” Sarango lloró como nunca, el espíritu “Piazzollistico” de la canción lo invadió por completo. Una nostalgia eterna que de alguna manera lo invitaba a despedirse de su vida triste. Esa sensación se convirtió en certeza cuando sonó la canción “Se va la murga”. Lo interpretó como un mensaje, “Se va, se va la murga, se va se va la murga, aunque ya nunca pueda decir adiós…”. Era claro el mensaje, aunque no pudiera evitar el suceso ingrato del pasado, no podía seguir atado a él. 


Observó nuevamente a Laura que seguía acompañado el ritmo maravillosamente a lo lejos y se paró también a bailar. Intentó con bastante dificultad seguir el ritmo de murga, seguramente poseía los mismos genes maternos para el arte de la danza. Igualmente olvidó eso y bailó, creyendo que bailaba con ella aunque estuviera lejos. Como podría haber pasado cuando tenía dieciséis años.

Iba a ir a encararla ni bien pudiera. Demasiada gente para hacerlo impulsivamente. Había que hacerlo estratégicamente y lo mejor era al final del show. 

En un momento pasó un vendedor ambulante de churros. La persona que estaba sentada al lado de Jaime lo llamó. El “Churrero” se puso delante de Sarango, lo que le impidió la visual del escenario pero sobre todo de Laura. Se puso muy nervioso, el poder perderla otra vez lo angustió. Lo intimó con una mirada desafiante a ver si el churrero se corría, no como en la canción “Colombina” donde es “indiferente”. Al observar con detenimiento le pareció que era Carlitos, aquel amigo infame que lo había exiliado del baile con su vómito. 

Cuando el vendedor quiso acercar el churro relleno de dulce de leche aún caliente al comprador sentado al lado de Sarango, tuvo la desgracia que parte del líquido viscoso marrón cayera directamente en su remera blanca. “Discúlpame valor” fue lo único que escuchó del churrero que emprendió la partida sin inmutarse y esta vez sí con la mirada indiferente. Jaime pidió un papel prestado y se limpió como pudo. Escuchó algunas risas por el incidente desgraciado pero, esta vez, hizo caso omiso. Sin dudas una gran prueba de valor y madurez. Laura seguía bailando a unos metros. Todo estaba dado para un nuevo renacer, como Jaime Roos lo estaba viviendo en ese Estadio desbordado de gente.


Cuando Jaime terminó dijo que era el último tema. Sarango enmudeció. Pensó que iba a seguir tocando. Los músicos se fueron raudamente del escenario, como el maldito churrero.

Tanta premura invitaba a una vuelta con los bises, así que quedó un poco más tranquilo. “La vida da revancha” gritó desaforado. Un pícaro retrucó, “esa canción de Jaime no la conozco” y la gente rió fuerte. Jaime también. Nadie iba a arruinar su momento. Esta vez no le iba a pasar.

Roos subió nuevamente al escenario y preguntó al público qué canciones quería escuchar. Iban a ser dos, una lenta y otra movida. No había dudas de que la lenta tenía que ser “La hermana de la coneja”. 

Sin embargo la vida es injusta. Jaime Roos desestimó esa sublime canción y eligió “Piropo” por pedido de la gente. 

Sarango se sintió avasallado, su plan empezaba a fallar. Sin embargo Laura comenzó a ir en su dirección. Seguramente iría al baño pero era una señal inequívoca del destino que tenía que actuar. Jaime se levantó presuroso para interceptarla, con tanta mala suerte que cayó de bruces por una mochila que había en el piso. La gente se preocupó al verlo desparramado en el cemento frío del Estadio. Fue tan incómoda la situación que Sarango comenzó a sentirse mal. La gente se le acercaba pero él no lograba poder expresarse. Los nervios le jugaron una mala pasada y algo pasó: no podía moverse ni hablar. Laura divisó un grupo de personas amontonadas pero no alcanzaba a ver de qué se trataba. 

-“Señor, ¿cómo se llama?” le preguntaban. 

Jaime no podía emitir respuesta. Un ataque de pánico se había apoderado de su ser. Se acercó un médico que estaba en la organización del espectáculo y le preguntó nuevamente cómo se llamaba. Que fuera médico de cierta manera lo tranquilizó un poco y trato de decir su nombre. Emilio Gauna le dijo. Fue lo único que atinó a decir. Su cabeza no le funcionaba bien. El médico estaba ahí por su paga y no por conocer las canciones de Roos y mucho menos saber que Emilio Gauna había muerto en Palermo en una noche de carnaval y era el personaje central de una milonga.

-“¿Quién está con usted?”. 

A Jaime le hubiera gustado decir Laura Rodriguez, su amor adolescente, pero sabía que eso era imposible por dos razones, la primera que Laura quizás ni se acordaría de quién era él y la segunda es que no podía emitir palabra alguna. Con un gran esfuerzo logró balbucear “Victoria Abaracon”.

El médico presuroso habló por radio a otra persona. Segundos después, luego que terminara la penúltima canción se escuchó decir por los altoparlantes del estadio una voz que preguntaba por Victoria Abaracon y que Emilio Gauna la esperaba en la enfermería del segundo anillo. 

El estadio explotó de risa, una menos amarga que a los dieciséis años. Todos pensaron que era parte del show, otra genialidad de Roos, como el venir caminando de tribuna a tribuna hasta el escenario. Pero esto no fue una idea concebida por la voz más representativa de Montevideo sino por un azar atroz donde otra vez Sarango era el protagonista.

Mientras llevaban a Jaime en una camilla, como cuando se llevan a un jugador fracturado de la cancha, pasó Laura, incrédula, sin entender qué pasaba con ese señor. Por supuesto sin saber de quién se trataba y, lo que el destino le hubiera deparado, si una mochila maldita no lo hubiera tumbado en medio de una canción escrita por Jaime Roos. 

Sarango la vio pasar, por lo menos con una mueca diferente a la última vez hace tantísimos años. Eso por lo menos lo tranquilizó un poco. 

Cuando lo llevaban en la camilla, el médico volvió a preguntarle cómo estaba. Jaime solo pudo decir “son solo, las luces del estadio”.