Amores filiales


Abrió los ojos. Despertó angustiado.
La siesta de verano era de los pocos lujos que se podía dar Alberto Fernández en su licencia.
Una imagen inenarrable como salida de una pesadilla infantil se infiltró en su sueño. Se revolvió en la cama con dificultad, ya que su cuerpo parecía seguir dormido.
Un despertar amargo, demasiado cercano al de un sueño roto en todo sentido.
Alberto Fernández restregó sus ojos. Transitaba por tiempos difíciles.
Como una prolongación infausta de la pesadilla, un frío inexplorado y doloroso le entorpecía el movimiento.
Le rememoró el provocado por los chapuzones de diciembre en las aguas oceánicas de Cuchilla Alta. Su balneario: agreste, poco explorado, de un mar salvaje y rocoso; pero fundamentalmente, un lugar atado a sucesos importantes de su vida.
Las calles de Cuchilla Alta eran de tierra colorada, de un rojizo extraño, mezclado con el color de las rocas.
Se recordó de pequeño caminando descalzo; siempre lo hacía en los veranos. Tenía unos pies niños duros, roídos de caminar.
Las rocas lo serenaban, tenían un efecto hipnótico; las miraba quieto. Allí imaginó grandes novelas, grandes historias.
De grande pudo vivir de esas historias: era escritor. Probablemente su fuente de inspiración proviniera de las rocas rojas de la Cuchilla. Así le llamaban cariñosamente al balneario: “La Cuchilla”. 
Allí, sentado en las rocas imaginó su futuro un sinnúmero de veces, con diversos finales. Ninguna de sus fantasías tenía que ver con su actual existencia.
Los pies de Alberto Fernández ya no eran unos pies niños, ni su vida la fantaseada, ni siquiera el frío exagerado en su cuerpo era comparable al de los chapuzones de diciembre en el mar oceánico.

Manteniendo la misma posición que ocupaba en la cama, centró su atención en el ventilador que tenía encima de su cabeza. Llamativamente estaba apagado. Era un aparato vetusto, de los primeros que llegaron al país, con las aspas encorvadas por el tiempo. Sin embargo, cumplía con su función más allá de un silbido molesto producto del arqueamiento.
Pensó que aún seguía soñando, pero todo era demasiado real, imposible de camuflar en una siesta.

Con dificultad giró su cabeza y vio a Diego, su hijo. Lo quería demasiado aunque fuera el resultado de un amor de verano. Quince días juntos; ese era el arreglo judicial promulgado, lo estipulado. Había luchado por años por esa posibilidad.
Por fortuna, Diego estaba mejor, mucho mejor, y las historias que Alberto Fernández le contaba tenían mucho que ver con su mejoría.

Alberto intentó, infructuosamente, desplazarse de la cama. Estaba paralizado.
Especuló con la posibilidad de un paro cardíaco. Le costaba respirar y advertía un fuerte dolor en el pecho y en el brazo izquierdo.
Diego no parecía darse cuenta de lo que acontecía. Solamente lo miraba fijo. Si bien ahora podía establecer una relación casi fluida con las demás personas, durante meses se mantuvo en un mutismo siniestro.
Las separaciones afectan de modos distintos, mucho más cuando se trata de los padres.
Mientras contemplaba a su hijo, Alberto evocó la primera vez que le relató aquella historia maravillosa sobre los Catos. Ese fue el comienzo de una leve recuperación de Diego.
Los Catos eran una fantasía inventada por Alberto sobre una raza excepcional de ojos azules -como su hijo- que se le había ocurrido a partir de una película sobre guerreros espartanos.
A Alberto le causó una honda impresión aquel film porque, de alguna manera, enseñaba que los héroes no son necesariamente los que consiguen una medalla al final de la historia, sino que son personas que hacen lo correcto por el simple hecho de que sea correcto.
Con su facilidad como escritor para crear fábulas, se le ocurrió desarrollar una especialmente para Diego, una que tomara elementos de su cotidianeidad. Un intento desesperado de comunicarse con su hijo, de crear un vínculo que parecía perdido.
Los Catos pretendían reproducir al héroe espartano: siempre dispuesto a morir por el honor y los principios.
La leyenda imaginada comprendía algunos agregados, como el de que habían nacido de las rocosidades de Cuchilla Alta, además de ser altos, con cara felina y de una destreza ilimitada.
Con el tiempo les incluyó otro atributo: no tenían padres. Una raza sin progenitores, un linaje sin sufrimientos.
Alberto utilizó este recurso de la orfandad para forjar el carácter duro de esta raza, como ya se había probado en Batman, en el Hombre Araña y en una infinidad de comics más.
Esta fábula – que en cada encuentro que podía tener con su hijo relataba -penetró en el mundo autista de Diego como una especie de cura prodigiosa.
El ímpetu reflejado en las historias del padre parecía tomar cuerpo en Diego que, poco a poco, transformaba su realidad de modo considerable. El silencioso universo de Diego dio paso a uno bien diferente, uno poblado de seres fantásticos. Su atención se concentró exclusivamente en ser un Cato: corría, gritaba y peleaba como ellos en las historias contadas por su padre.

El frío del cuerpo de Alberto Fernández se transmutó en un intenso dolor metálico que le rasgaba el pecho. Apoyó su mano a la altura del corazón. Se sorprendió.
Su dolor no tenía que ver con una afección cardíaca sino con un objeto extraño. Un cuerpo resistente y punzante que laceraba su carne.
Alberto Fernández entendió que una puñalada certera era la explicación del frío y de los síntomas de apariencia precordiales.
El padre contempló a su hijo que seguía inmóvil, agazapado.
El niño tenía una mirada fría, como la de las aguas oceánicas de Cuchilla Alta. Cómo las relatadas en los ojos guerreros de los Catos.

-Hice lo correcto -dijo Diego secamente.

Alberto lo miró con ojos de padre. Solo los padres pueden perdonar los actos indignos de los hijos.
Como una metáfora macabra, el balneario se instalaba en el cuerpo de Alberto Fernández.
Levantó su mano y advirtió que estaba manchada de sangre, roja como las rocas rojas del balneario Cuchilla Alta.
Parecía que las palabras que el escritor producía en la fábula se habían confabulado en su contra. Los términos: rocas, rojas, cuchilla y Catos adquirían una consistencia mortífera e impensable.
Alberto Fernández contempló a su hijo por última vez.

El niño, finalmente, terminaba su propio viaje.
Diego ya no era un niño enfermo; se había convertido definitivamente en un Cato.


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