Del padre al mito solo hay un cuadro

El Psicoanálisis propone que el sujeto del inconsciente es a constituirse. De eso podrían hablar miles de análisis. El analizante rescribe su historia en el transcurso de la misma, bordeando su posición fantasmática en términos de escritura, y en ese recorrido, se ponen en juego las marcas que lo habitan.

Una mujer
La noticia asoló su tranquilidad. Un escueto telegrama le avisaba de la muerte de su padre.
No sintió dolor; apenas una nostalgia frágil que arropaba algunas reminiscencias.
Él la abandonó tempranamente y sus apariciones posteriores no llegaron a formar una presencia. Un padre de retazos, un retal de pálidos recuerdos, que apenas alcanzaban a modelar un cobertor de padre. Pero al menos era algo, un indicio; porque algunos ni siquiera pueden lograr eso. De eso Schreber nos dio lección: un padre omnipresente-un nombre impotente.
La nota que anunciaba su fallecimiento, también revelaba la noticia de una herencia: un terreno casi perdido en un balneario que paradójicamente se llamaba “El tesoro”.

El psicoanálisis inauguró un nuevo camino en la escucha de ese otro lenguaje, en el que el sujeto habla sobre otra escena: el inconsciente.
J. Lacan, quizás el seguidor más fiel del maestro, se adentró por este camino y concluyó en su seminario de la excomunión, con la ya archifamosa y trillada frase: “el inconsciente está estructurado como un lenguaje”.
Si hablamos de inconsciente, hablamos de sujeto y su existencia se da a leer en la clínica en un sujeto que habla.

Un destino
Absurdos del destino encontraban a esta mujer con un tesoro que no esperaba, y mucho menos de un padre que había muerto -al menos para ella- hacía mucho tiempo.
Quiso entonces rescatar algo de él, pretender reconstruir una imagen de ese padre ausente y austero.
Las relaciones de parentesco crean un orden simbólico que sitúan al sujeto en un lugar en el Otro. No se trata de familiarizarlo. El orden familiar no hace más que traducir el mito del Edipo. No se trata de los padres cotidianos ni de los datos biográficos, sino de su función, es decir, del padre como normativo en tanto intercede en la relación del niño con la madre.

La constelación subjetiva está formada por el relato de cierto número de rasgos que condensan las marcas familiares que lo atraviesan, sin estar el sujeto –nunca- advertido de ello. Goces, duelos, secretos, miedos, creencias, costumbres, traumas, van marcando las letras en las que leemos la malla del fantasma.
En el transitar del análisis el sujeto podrá armar la diferencia entre las marcas que le vienen del Otro y poder hacer su propio juego significante. Desde ahí se producirá un reordenamiento del goce, separando aquello que le viene del Otro, dando lugar a una nueva cadena significante.

El Tesoro
Sin demasiadas ganas marchó a encontrarse con el lugar heredado.
Lo que descubrió fue un tesoro menguado: un terreno en un pequeño pueblo hundido por la crisis económica. Sin la ambición y la finura de su vecino Punta del Este, estaba destinado a pasar sin pena ni gloria.
Vender el tesoro y comprar algo con ese dinero, fue la decisión de la mujer.
Como el terreno no era de gran valía, resolvió comprar una obra de arte acorde al precio de la herencia. Esto le permitiría, de alguna manera, en la mirada de la obra redimir a un padre fantasma.

Después de vender el tesoro, buscó la pieza de arte, pero también al padre.
Se encontró con un cuadro, una especie de Guernica espurio, una pintura grotesca, oscura y lastimera. La totalidad del mismo era la desazón, con la excepción de un caballo pequeño e incólume, que parecía pertenecer a otra obra.
La pintura, sin la armonía necesaria para ser vendida, estaba disimulada en un rincón del local casi por piedad; y pasaba -con suerte- inadvertida a la vista de los ambulantes del lugar, cuando no provocaba cierto rechazo, y muchas de las veces, desagrado.
Ella la observó durante un instante. Obnubilada por esa imagen, se descubrió allí en la devastación, pero también en el caballo. Si eso era lo que buscaba, lo encontró sin saberlo; como antes al tesoro, y por qué no, también al padre.
En la estructura de parentesco no solamente los padres son los que dejan huellas, también tienen lugar otros integrantes de la familia, o los relatos familiares que dejan sus marcas y en algunos casos cumplen funciones supletorias. Y algunas veces -las pocas- pueden serlo los cuadros...

El cuadro
La obra estaba firmada por un artista plástico poco conocido, uruguayo como ella, llamado Paz.
El destino había querido que esta mujer cambiara un tesoro por Paz, esa paz que seguramente necesitaba.
El tiempo pasó y el padre-cuadro se convirtió, apenas, en una herencia suntuaria, un recuerdo familiar para ser atesorado.
La mujer se olvidó de la curiosa historia del cuadro, hasta que quince años más tarde, por las vueltas de la vida, se encontró con la posibilidad de asistir al taller del artista en cuestión.
En el atelier, recorrió con su vista las diversas obras que se le imponían y no pudo identificarse con ninguna. Pensó qué era lo que la había atrapado de ese pintor que ahora no le expresaba nada.
Reflexionó al respecto y se dio cuenta que quizás ese artista también tenía que ver con su padre, ya que no le trasmitió nada, apenas un poco, apenas un cuadro.
Llegó a la conclusión que eso era su padre: un artista insulso que no podía trascender.

Casi al irse, desilusionada, reparó en un pequeño cuadro luminiscente. Se trataba de un paisaje que le recordaba a algo.
Le peguntó a Paz sobre el origen del cuadro.
La respuesta la dejó aturdida: el paisaje en cuestión se trataba de un balneario casi inexistente, del hermano bastardo de Punta del Este, llamado “El Tesoro”. Otra vez volvía el balneario, el padre, el pintor y un cuadro.
Cuando la mujer le contó del tesoro y su cuadro, el pintor no quedó menos abrumado con la historia. No pudo dejar de regalarle el pequeño y luminiscente cuadro, el del balneario “El Tesoro”, con la condición de volver a ver el primero, el de la historia.
El primero, el cuadro-padre significaba algo muy distinto para él. Lo pintó en sus comienzos, cuando nadie lo conocía. Tenía que ver con él y con su tedio vital de entonces.
Convivió un tiempo con el cuadro-espejo, hasta que un día se cansó. Fastidiado, lo llevó a una galería de arte, lo entregó y lo perdió para siempre. No quería saber más de él o por lo menos de ese que era él.

La función significante incorpora la dimensión de lo perdido. Pero de tal modo introduce este corte que, lo perdido es lo que abre la posibilidad de búsqueda, la búsqueda del deseo, lo que el deseo busca.
Es la verdad -de lo que ese deseo fue en su historia- lo que el sujeto grita por medio de su síntoma. Deseo que en la imposibilidad de realizarse, es decir, de capturar su objeto y arroja al pintor o a la mujer, a la repetición. A volver a pedir por el objeto.

Ahora el destino y la conjunción de significantes habían reunido al cuadro, al pintor, a ella y al padre.
Lo que nunca sabremos, porque de objetos perdidos se trata, es de quien era la historia: ¿de la mujer, del pintor, del padre o del cuadro?

No hay comentarios:

Publicar un comentario