El señor M no acudía por un duelo, ni por una depresión, ni por un
problema de amor. Ni siquiera
consultaba. Fue llevado a un psiquiatra por su cuerpo. Un cuerpo miserable.
No era enclenque, ni anoréxico, ni enfermizamente obeso (ojalá hubiera
sido algo de eso); era un cuerpo inconcebible. Quizás la palabra más precisa
que lo defina sea aberrante.
El señor M había consultado por una
cuestión menor: una expectoración con sangre. Sin embargo la médica
quedó horrorizada al examinarlo.
No pudo
finalizar el examen físico, ya que el asco
pudo más que los años de experiencia clínica que acarreaba. La piel del señor M
revelaba secretos bien guardados, algo del orden de lo monstruoso, algo que iba
más allá de toda comprensión lógica.
La doctora decidió derivarlo con urgencia al servicio psiquiátrico del
Hospital. Este tipo de indicación clínica es poco frecuente, ya que por lo
general, al paciente se le sugiere la posibilidad de que consulte con un
psiquiatra, pero en este caso fue conducido directamente a la
unidad a cargo del psiquiatra Michel de M’ Uzan.
M’ Uzan era
un viejo psiquiatra, con más de treinta años de experiencia en la institución.
Los rumores decían que estaba enfermo. Los malos modos, las peleas y el despotismo
con los pacientes, en los últimos años, alimentaban tal leyenda.
En el pasado
había sido reconocido más allá de fronteras por una extraordinaria intuición
clínica.
Quizás era
más fácil pensar que estaba enfermo, que reconocer lo que pasaba en realidad:
se había cansado de su profesión.
Después de
tantos años ya nada lo sorprendía, ni las histerias más floridas, ni las
disociaciones de personalidad más llamativas. Era simplemente un hombre
cansado, vencido por el peso de la locura que escuchaba diariamente.
La
posibilidad de entrevistar a M en otro momento lo hubiera cautivado. Un
paciente con este tipo de patología le hubiera generado una curiosidad sin
límites; sin embargo, ahora sólo era un trámite.
Cuando se
presentó M, M’ Uzan ni siquiera lo miró.
El
consultorio psiquiátrico consistía en dos sillas, una mesa y una pequeña
camilla contra una de las paredes; era una habitación desolada e inhóspita,
como el presente del psiquiatra.
A M pareció
no importarle, se sentó y aceptó hablar con M’ Uzan sin contrariedad ni
resistencia. Escuetamente y con una
frialdad escandinava se presentó
como un “verdadero masoquista”, y añadió que quizás sus vivencias podrían ser beneficiosas para otras
personas que arrastraran su misma condición.
Michel de M’ Uzan enfocó su mirada por primera vez en M. Pareció
salir del letargo de los últimos años y se sorprendió por esta revelación que,
en el mejor de los casos, no dejaba de ser rimbombante.
Le llamó la atención la falta de emoción del paciente al trasmitir tamaña
declaración; a lo largo de su experiencia clínica tuvo oportunidades de ver
perversos, pero los que había visto siempre tenían la necesidad de impresionar,
cuando no, de angustiar al que escuchaba. Por eso, esta confesión que no tenía
ninguna intención de estremecer y que no alimentaba una sola interrogante en
torno a la patología que declaraba padecer, no dejó de inquietarlo.
M’ Uzan
parecía empezar a interesarse por este hombre-enigma que estaba frente a él.
Desde el punto de vista semiológico M tenía la apariencia y los
modales de una persona serena. Pero su cuerpo parecía una zona de guerra. Como una especie de
inventario, su piel indicaba con precisión su condición de
masoquista.
Un tatuaje trasero transcribía: "Al
encuentro de bellas vergas" y lateralmente, con una flecha: "acepto
todo "; adelante, además de penes tatuados sobre los muslos, una lista impresionante de groserías: "Soy una puerca", "Soy un
maricón", "Viva el masoquismo", "No soy ni hombre ni mujer, sino una puerca, una puta, carne de
placer", "Soy un inodoro
viviente","Me gusta recibir
golpes en todo el cuerpo, pegue fuerte", "Soy una puerca, encúleme", "Soy una puta,
sírvase de mí como de una hembra, gozar bien".
El pecho derecho, concretamente, había desaparecido. Fue desgajado antes
de ser quemado con un hierro al rojo vivo. Su ombligo estaba
transfigurado en una especie de boquete. La espalda exponía un espectáculo aterrador: cortes en toda la
superficie la convirtieron en una especie de tela carnosa rebanada, en la que
se pasaban eventualmente ganchos para que M
pudiera ser colgado mientras un hombre lo penetraba. El dedo pequeño del pie derecho había sido amputado con una sierra para
metales. El ano estaba ensanchado
"simulando” una vagina.
El cuerpo
del señor M no dejaba de asombrar: el aparato genital no había escapado a las torturas sádicas de las prácticas sexuales. Pequeñas agujas fueron fijadas en sus
testículos, como lo atestiguarían más tarde
las radiografías que se le realizaron.
La locura evidenciada en el cuerpo de M provocó a Michel de M’ Uzan una
extraña sensación como hacía años no tenía: una extraña revulsión. Ese cuerpo
deshecho pareció despertarlo.
¿Por qué
alguien, de aspecto tan normal como el señor M, podía ostentar ese horror?, se preguntó.
Se imaginó que con un poco de esfuerzo de su parte, con una pequeña
cuota de interés, quizás podría llegar a descifrar la locura de este hombre
mutilado.
La enajenación siempre esconde un enigma a resolver. De eso habían
dado cuenta sus principales maestros: Kraepeling, Jaspers, Minkoswski, Bleuler, Ey,
Freud; sin embargo la locura ya no era un misterio para M’ Uzan.
***
El señor M se vistió y se quedó a solas con M’ Uzan para contar su historia; pero no lo hizo desde
una convicción apasionada de su masoquismo y tampoco la refirió como producto
de algún avatar de su infancia. Por lo general las biografías de los
masoquistas suelen estar teñidas de variables muy reveladoras: familias
disociadas o perturbadas, infancias marcadas por fugas, impulsividad, ataques
de cólera. Una serie interminable de carencias reales y errores educativos. Sin
embargo, nada de esto había ocurrido en la vida del señor M. Su infancia había
transcurrido sin ningún sobresalto; nada en la biografía parecía llamar la
atención, nada de donde aferrarse para justificar ese cuerpo atormentado.
M empezó con parsimonia a contar su historia, como forma de ofrecer
algo a su interlocutor.
No pretendía justificarse y tampoco necesitaba condenar; sólo
discurría en un decir raso y distante al hablar de su vida.
El psiquiatra comenzó a darse cuenta de que su paciente no era tan
diferente a él. Los dos estaban impasibles frente a la vida, sin demandas, y lo
que era peor, sin ningún tipo de expectativas.
M había sido un obrero altamente calificado en radio-electricidad y vivía
en una casa humilde en los suburbios con
una hija adoptiva.
Nada en su existencia parecía interesante. De hecho, si ese día no
hubiera concurrido a la consulta hospitalaria, continuaría en el anonimato
social. Era uno de esos hombres invisibles; inexistente para los grandes
grupos, de esos que puede estar por horas en un lugar sin ser advertido por
nadie.
Como dato importante de su biografía se podría nombrar su casamiento.
Tenía veinticinco años cuando contrajo matrimonio con su prima. Ella tenía
quince. Por supuesto que se conocían de antes, eran familia, se veían en
diferentes eventos sociales pero a él nunca le había llamado la atención como
mujer. Sin embargo, un día a partir de una conversación trivial descubrió que escondían un elemento en común: el masoquismo.
Su vida en pareja, a los ojos de los demás, aparenta haber
transcurrido sin turbulencias a no ser por sus relaciones sexuales.
La forma de vincularse de la pareja tampoco correspondía a lo que
podría enmarcarse como una cuestión sado-masoquista: se relacionaba más desde
la pasividad en común. Elegían mutuamente imponerse torturas, sevicias y
humillaciones por otras personas, siempre hombres, que ocupaban el lugar de
sádicos.
Más que una pareja de sado-masoquistas, eran una pareja humillada por
un tercero.
Michel de M’ Uzan no lograba encontrar acomodo en su sillón;
si bien estaba habituado a escuchar y ver patologías de todo tipo, no podía
alejar de sí lo que había visto en el cuerpo de M. Las mutilaciones y los
tatuajes parecían representar todo lo enloquecedor que puede albergar el ser
humano.
La declaración monótona y distante de M presentaba, para M’ Uzan, la contradicción de una locura desbordada pero al
mismo tiempo aburrida. Un ser que demostraba una pasmosa adaptación a la vida.
Si por lo menos fuera un delirante, un gozador con el sufrimiento, un
reivindicador de una pasión mortífera. No, era un hombre viejo que parecía no
comprometerse con lo horroroso de su cuerpo.
Sólo en un momento el señor M pareció quebrarse. Fue cuando habló de
la muerte de Clara.
M’ Uzan logró percibir cierta emoción en el entrevistado.
M parecía salir de esa robotización insulsa que trasmitían sus palabras cuando
hablaba de su esposa.
Al psiquiatra no le quedaron dudas de que el sentimiento por su esposa
muerta era lo más auténtico que M había trasmitido hasta el momento.
- Ocho años de casados –dijo M- ocho años de felicidad sin
nubes-
Clara parecía haber sido una mujer vigorosa, con don de mando.
Seguramente fue ella quien lo inició en las artes amatorias del masoquismo.
Pero no pudo resistir los encuentros masoquistas y murió a
los veintitrés años.
M’ Uzan
encontró una pequeña rendija para poder penetrar en el mundo interno de M. Lo
miró a los ojos y directamente le preguntó por la muerte de su mujer:
-¿Usted
tuvo algo que ver con la muerte de Clara?-
A M pareció molestarle la pregunta. Luego de reflexionar bastante, se
revolvió en la silla y le contó que su mujer había muerto producto de una
tuberculosis pulmonar.
El psiquiatra quiso profundizar un poco más.
- ¿Pero usted no cree que su muerte esté relacionada a las torturas
a las que se exponía?
M, casi con desgano, le soltó un:
–No sé. Murió de turbeculosis-
-¿Pero usted presenciaba cómo la torturaban o no?- deslizó M’ Uzan.
M parecía no entender la pregunta. Solamente refirió que en una
ocasión casi muere asfixiado con una bolsa de nylon, al
tiempo que observaba cómo su mujer era poseída por un sádico, mientras
permanecía suspendida por los senos atravesados por
ganchos de carnicería. Esta escena horrorosa era contada sin ningún dramatismo.
M continuó: “la muerte de mi mujer claro que me afectó, estuve un tiempo deprimido hasta que me contagié una tuberculosis pulmonar como ella, pero no morí. Me internaron por
dos años en un hospital hasta que salí”.
La cara de M
llamaba la atención por su falta de expresividad a diferencia de lo que M’ Uzan
había observado en infinidad de perversos, que por lo general suelen
impresionar como seres grandiosos y a la vez despreciables, exaltando en su
sufrimiento su capacidad de disfrutar del dolor.
Los perversos
expresan un placer sádico mientras describen sus tormentosas experiencias.
Nada de esto
tenía que ver con el sujeto que entrevistaba por primera vez. M’ Uzan entendió
que M no podía relacionar la muerte de su mujer con las prácticas masoquistas.
Ni siquiera como el desencadenante principal de su tuberculosis.
No lo hacía por una negación de la realidad o un intento de
manipulación; simplemente se dio cuenta de que M no era capaz de relacionarlas.
Simple y llanamente eso.
M presentaba diferentes acontecimientos sin relación alguna,
diferentes caminos que nunca se cruzaban, como dimensiones paralelas. Esto
podía parecer una nimiedad, pero era clave en la estructura de su personalidad.
Nuevamente la brillantez clínica que lo había caracterizado parecía
asomar.
M’ Uzan hizo
una relectura del caso a propósito de la fragmentación que aparecía en el señor
M. La de un individuo que podía ser todo y nada al mismo tiempo.
Entendió
rápidamente por qué no se manifestaba la tristeza y la profunda culpa
inconsciente, o la rabia y el resentimiento bien propio del masoquista.
Comprendió
también por qué no surgía la angustia o fascinación en el interlocutor.
Por un momento a Michel de M’ Uzan pareció
volverle la vitalidad de otrora cuando se dio cuenta de que ese hombre no tenía
personalidad y se arropaba en trajes que otros le ofrecían: su mujer muerta, su
masoquismo o su trabajo.
M
desempeñaba a la perfección cualquier papel: podía ser varias cosas y ninguna a
la vez.
También
podría llegar a ser un paciente; sólo había que pedirle que hablara.
M’ Uzan
había comprendido que no podía hacer nada por él; era un camaleón, esperando la
demanda para transformarse, entregando su cuerpo si era necesario.
El
psiquiatra le dio la mano y lo acompañó a la puerta. M sólo obedeció y se fue
sin preguntar cómo seguía esta historia. Se fue de la misma forma que había
entrado: vacío.
Michel de M’ Uzan estaba demasiado cansado para internarse en
una tarea imposible. Quizás años atrás lo hubiera hecho, pero ahora era muy
tarde.
Minutos
después, la doctora que había derivado a M ingresó al consultorio del
psiquiatra. Seguía desencajada y ahora también angustiada. No podía entender lo
que había visto todavía.
Ávida de
explicaciones sobre M y su locura, le conminó a Michel de M’ Uzan que testimoniara la suya.
El
psiquiatra se levantó de la silla con parsimonia, como la de los elefantes
cuando van al encuentro con la muerte.
No era un
hombre alto, pero demoró en incorporarse como le costaría a un gigante. Tomó su
portafolio y se alejó del lugar.
Ni siquiera
se interesó en mirar a la doctora. No tenía demasiada afinidad con las mujeres,
mucho menos con las ansiosas.
Finalmente,
cuando parecía que no pretendía dirigirle la palabra, casi con desgano y a modo
de susurro, deslizó:
“Ese
hombre no está enfermo, no tiene un síntoma, no tiene nada de que agarrarse. Es
mejor dejarlo así.”
Se fue sin
despedirse, triste y viejo como siempre.
Amores
secretos está inspirado en el texto “Un caso de masoquismo perverso” de Michel de M’ Uzan.
Este caso
fue publicado en la revista de psicoanálisis, psiquiatría y psicología: IMAGO (ED. Letra Viva)
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