Apenas recibido, con casi ningún paciente, surgió una
posibilidad laboral, un llamado para psicólogos, junto a psiquiatras,
procuradores y asistentes sociales para trabajar en la cárcel. Me presenté sin demasiada esperanza. Para mi asombro,
sin experiencia y contacto alguno, fui seleccionado. El único mérito para tal
designación fue la de ser hombre. En una larga lista de aspirantes nos habíamos
presentado sólo cuatro psicólogos, los cincuenta y siete restantes eran
mujeres. Estaba contento. Me parecía que las vivencias que
pudiera tener en la cárcel ayudarían en mi formación de psicoanalista y por qué
no de criminólogo. Sin
embargo, mi primera experiencia no fue la mejor. En la primera visita al Penal
de Libertad éramos un montón de técnicos jóvenes asustados, apenas un poco
mayores que los adolescentes argentinos que tuvieron que ir a la guerra de las
Malvinas. Llovía torrencialmente. Era un día demasiado triste. La
mole de cemento de cuatro pisos del Penal de Libertad se imponía de forma
desmesurada. Qué contrasentido una cárcel llamada libertad. Quizás por el
tamaño desproporcionado o por la historia siniestra que encerraba (había sido
en la dictadura un centro de detención), nos generaba una sensación de pequeñez
extrema. Tuvimos que ir caminando por el costado del celdario, frente a las
ventas llenas de reclusos viendo el espectáculo: nosotros. Un trayecto
torturante y eterno.
El gris de la tarde se
trincaba en las paredes exteriores húmedas y frías. Toda la edificación se
ofrecía como un estallido de gritos e insultos que recibíamos. Parecía un
estadio abarrotado de almas en pena que gritaban desaforados y pedían por sus
familias, por sus derechos o simplemente insultaban. Un canto oscuro y gélido,
un tumulto de voces inarmónicas. Una barra brava que amedentraba. Los gritos se entremezclaban con caras
amenazantes, que apoyadas en los barrotes; proporcionaban a los bramidos una
consistencia metálica, oscura y peligrosa.
Cuando
por fin llegamos a la puerta del celdario habían pasado para mí como tres años.
Nos recibió un hedor extraño. Un olor que me recordaba al hospital psiquiátrico
que había visitado por la Facultad cuando era estudiante. Una experiencia
singular esa primera visita.
Al
cabo de algunas semanas ya me había acostumbrado a los particulares aromas y a
los ruidos. No hay duda de que los seres humanos tenemos una gran capacidad de
adaptación.
Uno
de los primeros casos que vi fue a “Maradona”, un preso que aparte de poseer
cierto talento para el fútbol –por eso el sobrenombre-, tenía la exótica
particularidad de poder hablar con el mismísimo número diez argentino. Me pidieron
que lo viera con urgencia; el director del Penal en persona me lo pidió. Sus compañeros estaban muy preocupados porque no lo veían
bien, hablaba más que de costumbre y casi no dormía. Se había peleado con dos
reclusos, algo infrecuente. Lo entrevistamos con una psiquiatra.
Se presentó con su
sobrenombre y me dijo que era un muy buen jugador de fútbol, de una zurda
precisa y eficaz que producía terror en las defensas. El dato concreto, más
allá de sus autoproclamadas habilidades, era que integraba la selección de la
cárcel. Dato no menor. El tema de fútbol me interesaba, además de admirar a
Maradona como jugador, por lo que entramos rápidamente en sintonía.
Tenía
unos cuarenta años. Estaba
encarcelado hacía una eternidad. Es que los infiernos tienen eso, son
atemporales. La vida por allí no se cuenta ni en días ni en años sino en una
especie de continuidad sufriente y perpetua. Su madre nunca
le había dicho quién había sido su padre, pero había indicios y él tenía la
firme convicción de que era hijo de Raúl, un jugador de fútbol de poca monta,
demasiado aficionado al alcohol y muy pocos datos más. Una típica historia de
cárcel, de padres sin apellidos, de madre omnipresente, de excesos, drogas y
alcohol.
Maradona era bien considerado entre sus pares. Gracias
a él y a sus goles habían logrado salir campeones del campeonato
“Inter-Cárceles”. Seguramente el acontecimiento social más importante que
tenían los reclusos. Viajaban a diferentes cárceles del país a disputar los
encuentros. Con esas sublimes actuaciones se habían ganado el respeto de varios.
Para la psiquiatra y para mí, lo más increíble de
Maradona no eran sus proezas futbolísticas sino el hecho de que estaba absoluta
y definitivamente loco. Su discurso era, más allá de cualquier
prejuicio, delirante. Padecía de una locura “maradoniana”, ya que creía poseer la exclusiva
facultad de poder hablar con el jugador más idolatrado de la historia del
fútbol mundial. La salvedad es que no lo hacía por medio de ningún aparato de
comunicación conocido, sino que lo efectuaba a través de su rodilla izquierda;
la articulación de la pierna se ofrecía como una especie de teléfono móvil que
recibía la voz del astro argentino. Este delirio era parte de su vida, parte de su ser, sin
alteraciones conductuales de importancia a través de los años, cuestión
bastante atípica en la evolución de cualquier forma de delirio.
Lo interesante es que su
“desequilibrio” convivía en armonía en el mundo carcelario. En Uruguay, un buen
jugador seguramente será siempre híper-valorado, pero en este caso llamaba la
atención. “Maradona” demostraba poder sobrevivir sin el cuidado médico, sin
psicofármacos y sin asistencia psicológica, rehusaba este tipo de auxilio y
aseguraba no estar loco. Simplemente hablaba con “el diego” de una forma inusual.
En la cárcel no era un loco, como sí seguramente lo sería en otro ámbito; era
un personaje del lugar, acompañado y sostenido por los otros presos. Gracias a
su locura y a sus destrezas futbolísticas, este hombre se había erigido en un
símbolo de la cárcel, su delirio “maradoniano” era disfrutado por los demás
reclusos, que se divertían con las “conversaciones” con el astro argentino y se
transportaban a un mundo fantástico. En definitiva, un personaje único y clave
para el funcionamiento de la sociedad penitenciaria.
La
psiquiatra, con buen tino, recomendó al médico de guardia que le aplicara cinco
inyecciones de un antipsicótico muy potente. La profesional había considerado
innecesario explicarle al colega que el psicofármaco se aplicaba de a uno por
mes, debido a que su efecto persistía por treinta días.La cuestión es que el médico de guardia no entendió la
forma de administración del psicofármaco o no era afecto al dios argentino,
siempre hay anti argentinos, por lo que las cinco dosis fueron aplicadas el
mismo día. Como le había pasado al astro argentino durante el campeonato
Mundial de Fútbol en Estados Unidos, a nuestro Maradona también le “cortaron
las piernas” por un exceso de químicos. Tuvo un paro cardiorrespiratorio que
casi lo saca de este mundo. El galeno tuvo que tomarse vacaciones forzadas para
evitar convertirse en víctima de un linchamiento por parte de los presos. No
era para menos: había arruinado a su jugador estrella y el campeonato
inter-cárceles estaba por comenzar. Hasta los policías estaban indignados.
Cuando lo volví a ver esperaba ver a un Maradona
compensado, sin embargo, cuando llegué lo encontré en un estado calamitoso. Estaba
inmóvil, tirado en una cama, babeante. En estado de vigilia pero sin poder
responder a los estímulos externos. El pobre, atiborrado de psicofármacos, se
encontraba desconectado del mundo. El tiempo de convivencia armónica con su rodilla siniestra y la
comunicación con su ídolo parecía haber llegado a su fin. Su delirio había
trasmutado en algo absolutamente diferente.
Su pierna siniestra era
sólo un pedazo de carne que se arrastraba junto a la derecha sin el mínimo
atisbo de garbo. Todo en él se había desmoronado tras la caída de la zurda
mágica. Todo él era un despojo humano.
Quedé conmovido, sin nada que hacer. Para mí también
era la caída de un ídolo. Sentí una enorme pena, una pena parecida a cuando de
niño nos enteramos que los reyes son los padres. Porque había algo de mágico en
este Maradona recluso, algo de irreal que daba esperanzas dentro de un lugar
tan terrible como lo es una cárcel.
Me fui abatido. No sabía qué iba a pasar con él.
Recordé el día que habían quebrado al gran Fernando Morena, yo no tendría más
de quince años. Fue en el Estadio Centenario, en la década del ochenta, jugaba
una Copa América Uruguay y Venezuela. Morena estaba en uno de sus mejores
momentos, también tenía una zurda mágica, pero sobre todo fantasmal, aparecía
de repente en el área, como un espectro, invisible. Se cansó de hacer goles.
Fue el ídolo de mi infancia sin ningún tipo de dudas. Lo quebró vilmente el
venezolano René Torres, todavía recuerdo su apellido con angustia. Pensar que
en Venezuela lo recibieron como a un héroe, su aporte patriótico fue haber
fracturado a uno de los más grandes jugadores de la historia del futbol
uruguayo. Lloré como un niño. Lloré una eternidad. El partido había finalizado
hacía horas y yo seguí llorando por horas. Eso sólo pasa con los ídolos y el
Nando lo era. Una sensación parecida aunque lejana tuve con ese recluso. Quizás
en algún lugar seguía siendo ese niño que disfrutaba con los ídolos del fútbol.
A la semana siguiente lo vi
nuevamente. No tenía demasiadas expectativas acerca de lo que me iba a
encontrar. Se arrastraba, ya no estaba inmóvil, pero parecía un anciano, un
jugador retirado. Se expresaba en un lenguaje monocorde y ramplón, su hablar
vehemente e incomprensible habían cedido a una presencia fantasmal. Que nada
tenía que ver con la presencia fantasmal del gran Fernando Morena. Maradona
parecía muerto en vida, sin nada de esa pasión desbordante y loca que ofrecía a
quien quisiera hablarle. Me acerqué suavemente y le pregunté casi al oído, como
quien ausculta a un moribundo, si aún podía comunicarse con el astro a través
de su rodilla. Luego de
escuchar sonidos casi incomprensibles de su parte –producto aún del insidioso
trabajo de los fármacos-, en un balbuceante y -por qué no decirlo- babeante
lenguaje, me dijo:
-A veces se corta, la línea no anda bien, pero sí,
se puede.
Maravillosa frase que me sorprendió y
me llevó a pensar en la localización de la locura y en su persistencia más allá
de la medicación excesiva.
Maradona seguía vivo en él; su locura
también. En la medida en que pudiera metabolizar los psicofármacos y pudiera
dominar su locura nuevamente, podría seguir subsistiendo en ese infierno
llamado cárcel y sobre todo podría volver a jugar al fútbol.
Confieso que me emocioné. Otra vez el
genio maradoniano florecía. La alegría que me produjo la asocié con la que
sentí cuando el regreso de Morena a la cancha. Volví a tener quince años.
En ese infierno llamado cárcel para
Maradona el fútbol y su locura triunfaban.
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