La pandemia trajo modificaciones en el contacto humano. Se impuso
la distancia, la frialdad del saludo y un poco de desconfianza con el otro. Sumidos
en cuidados corporales que nos recuerdan a los rituales obsesivos, a los miedos
fóbicos al contagio y a las miradas paranoicas e inquisidoras, que van ganando
terreno en la cotidianeidad. El otro se convierte en más otro que nunca.
Este tiempo también viene acompañado de la angustia e
incertidumbre que genera este virus incontrolable, que marcan la pequeñez e
insignificancia de lo que somos. La pandemia inflige otra herida más a nuestro
narcisismo: lejos de los dioses, lejos de la conciencia y finalmente muy lejos
de controlar el mundo. Damnificados por lo real, la ciencia no puede cubrir aún
este daño y muestra (por lo menos hasta ahora) su castración.
La soledad aparece en primer plano y nos muestra indefensos,
infantiles y temerosos del futuro.
Igualmente no todo es pérdida, revelamos una capacidad de
adaptación a los cambios. Estamos aprendiendo a tolerar vivir en un mundo
desconocido. Extrañamos un poco más y nos damos cuenta que somos menos
independientes de lo que creíamos. Llegamos a la conclusión de que necesitamos
muchísimo menos de lo que pretendíamos. El animal voraz de las compras está controlado
por el Covid-19.
El tiempo dirá si estos cambios son duraderos o simplemente fueron
una reacción momentánea.
Quizás, como nunca antes, la enseñanza que podemos sacar de
todo esto sea que todo es efímero, nada es eterno y que somos como dice el
nobel escritor Ocean Vuong, “fugazmente grandiosos en la tierra”.
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