Crónicas de la peste
Capitulo 9
Poco sabemos por cuánto tiempo durarán los
efectos de aislamiento de la pandemia. De una época marcada por la ausencia de
abrazos y la orfandad de besos. Uno sin reuniones amenas o despedidas tristes. La
soledad se potencia, la multiplicación
que ofrece la virtualidad, solo incrementa la nostalgia de la presencia. También
de esto no quedan afuera los cuerpos que interactúan en los análisis.
Como plantea Gil Caroz “si solo hubiera el inconsciente y el síntoma; si no
hubiera el parlêtre y el sinthome; si la metáfora del síntoma fuera solo “la
envoltura formal del acontecimiento de cuerpo”[1];
entonces sí, podríamos imaginar sesiones analíticas realizadas únicamente por
Skype, Zoom o WhatsApp”.[2]. Pero sabemos que eso no
es posible, aunque podamos hacer psicoanálisis virtual, algo parece que falta.
Falta eso íntimo y único llamado
consultorio. Ese que habitamos de a ratos, como paréntesis en nuestra vida
cotidiana, oasis o infierno a veces, pero necesario e imprescindible para dar consistencia
necesaria para intentar decir lo indecible. El consultorio no se homologa a una
pantalla en algún lugar elegido de nuestra casa, auto, o donde sea que permita
un poco de privacidad.
Tampoco ese apretón de manos, beso y quizás
en algunas ocaciones el abrazo del analista pueden replicarse en un dispositivo
por más moderno que sea. La mirada que se hace carne, el suspiro, o el movimiento
del cuerpo del analista se evanece en la distancia que la tecnología ofrece. El
goce inseparable al cuerpo no puede ser ignorado.
Recuerdo hace unos años en una sesión
particularmente movilizante, de esas que dejan marcas, un delicado gesto de mi
analista. Apenas su mano en mi brazo cuando me despedía, un movimiento
imperceptible pero necesario como convalidación del dolor de ese momento. Lo
recuerdo aún hoy, porque no solo me produjo alivió sino que pudo legitimar el
sufrimiento que intentaba ocultar. Tres palabras de la analista acompañaron a
manera de saludo mi partida: “se puede sufrir”. Dichas casi al pasar, como un
susurro pero acompañado por el gesto delicado en mi brazo sin dudas lo potenció.
La presencia física del analista no solo fue necesaria sino imprescindible en
ese momento.
Pero más allá de estas cuestiones innegables,
¿podemos en este tiempo de extrañeza y soledad prescindir de lo que la
tecnología ofrece para seguir sosteniendo un análisis?
Si algo nos ha enseñado Lacan y luego Miller es el del valor de
reinventarse. Difícil pensarse sosteniendo la misma practica de la primera o
segunda tópica freudiana, o el simbólico de la primera época lacaniana. El
estar a la altura de la época implica también el pensar que en estos tiempos de
tragedia colectiva no hay que asustarse al análisis a distancia. Caroz plantea
algo muy interesante, que es que lo que la tecnología ofrece como whatsaap,
zoom, son “sinthomes de la cultura de nuestro tiempo, pueden ser considerados
como un puente construido por encima de la no relación sexual, a condición de
que se pueda luego prescindir, es decir, que una presencia se vuelva posible en
otro momento. La conversación por Skype no equivale al encuentro en
presencia, es su evocación”.
Seguramente el gesto de la mano en el
brazo sea difícil de emular pero al menos por este tiempos será posible
evocarla en cada encuentro que se produzca y demuestre en la práctica que el psicoanálisis
está más vivo que nunca.
[1]
Miller, J.-A.,
“El inconsciente y el cuerpo hablante”, Scilicet. El cuerpo hablante. Sobre el
inconsciente en el siglo XXI. Buenos Aires, Grama, 2015, pág. 29.
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