Jaime Sarango trotaba despreocupado por la Rambla de Pocitos cuando
divisó un camión de bomberos y una patrulla de policía detenidos frente a un
edificio. Rápidamente entrevió el nudo de la escena. Sus conocimientos en el
campo de la medicina forense le indicaban que se trataba de un hombre a punto
de cometer una locura.
Se imaginó al individuo, en la azotea, desesperado, a los agentes
policiales y a los bomberos intentando persuadirlo de que no se matara. Llegó a la conclusión de que no serían lo
suficientemente idóneos para semejante empresa. El índice de suicidios en
Uruguay así lo atestiguaba. “La vida del hombre corre serio peligro” -reflexionó
Sarango.
No tenía ninguna clase de duda acerca de que convencería al
individuo de no arrojarse al vacío. De hecho, aquel curso que hizo por
Internet, en un Instituto Forense Virtual de Bolivia, le había dado las
herramientas y la solidez suficientes como para afrontar cualquier riesgo; y
tenía, además, el “boliche” necesario. Pero Jaime Sarango estaba trotando, se
estaba dando un gusto y tenía todo el derecho a seguir. Años de terapia le
daban la razón: “Eso es lo bueno de las terapias –pensaba–, uno puede
justificarse por todo”.
Dejó al hombre en manos del cruel destino, o en algo peor: en las de
la policía y los bomberos.
Sarango podía olvidar rápidamente, era una característica de su
personalidad, así que se dejó ir y corrió libre, despreocupadamente.
“Correré libre como un pájaro”, pensó.
Sabemos que las aves no corren; pero, desde su punto de vista, no
dejaba de ser una buena metáfora y siempre había sido un hombre testarudo al
que le costaba demasiado reconocer sus errores. Así que trotó libre cual
pájaro, surcando la vereda llena de gente y de bicicletas, dejando atrás, muy
atrás, al hombre a punto de cometer una locura.
Corría
sereno, con un trote parsimonioso que le ayudaba a poner su cabeza en orden;
pero aún estaba preocupado por Renata.
No
entendía qué le sucedía. En la madrugada de la noche anterior, ella había
llamado desesperada. Su voz estaba matizada por un llanto extraño que lo
estremeció, similar al gemido de los gatos cuando se aparean.
“Cosa
extraña el jadeo amoroso de un felino”- reflexionó. De niño nunca supo si los
gatos, en el momento de la cópula, se asesinaban o gozaban; de grande, tampoco.
Recordó
la reacción de su madre cuando le preguntó por los gatos en celo: le dio vuelta
la cara de un cachetazo. Es que a ella no le gustaba hablar de gatos, y mucho
menos de sexo.
Mientras
Sarango corría y meditaba al mismo tiempo, se llevó por delante a un niño que
intentaba dar sus primeros pasos. El indefenso pequeño rodó por la vereda como
una pelota por el césped. “Otra buena metáfora”- pensó.
El
impacto fue insignificante, pero llamó la atención. No obstante, Sarango siguió
de largo ya que entendió que el niño no estaba magullado, sino apenas
“lagrimado”.
La
mujer que levantó a la criatura lo insultó a viva voz, pero Sarango, conectado
a su Mp3, parecía no escucharla.
“No
es malo que llore –se dijo–, que aprenda que en la vida lo que vale es la ley
del más fuerte. En el futuro me lo agradecerá”.
Su
amiga Renata volvió a ocupar su atención. Lo llamaba cuando el insomnio no la
dejaba dormir.
Esta vez la llamada tenía que ver con un suceso paranormal: su casa
estaba llena de fantasmas que invadían todas las habitaciones. Los espectros se
contaban por cientos e irrumpían a través de las paredes, las puertas y las
ventanas.
Sarango
llegó a la conclusión de que su amiga estaba irremediablemente loca. Igualmente
la escuchó impertérrito por más de hora y media.
Cuando
la verborrea iracunda de Renata parecía llegar a su fin, Sarango, tímidamente,
le preguntó acerca de alguna medicación que estuviera usando.
Su
amiga conocía bastante de fármacos. Fue adicta por años a diversos
ansiolíticos; se los conseguía un psiquiatra que terminó siendo su pareja.
Sarango la había sacado del oscuro mundo de los ansiolíticos y también de las
garras del psiquiatra-amante. Pero Renata era una mujer frágil y a veces
recurría a la medicación y algunas otras al psiquiatra; por eso le llamó la
atención que estuviera “limpia”.
Alejada
del consumo masivo de psicofármacos, sus alucinaciones se convertían en algo
incomprensible para él.
Sarango
repreguntó; en el fondo no confiaba en ella.
Frente
a la insistencia de su amigo, Renata confesó que solo estaba usando un
compuesto a base de yodo. Lo utilizaba para mitigar la picazón producida por
unos granos molestos que habían brotado en su cuerpo.
Quería mucho a Renata por varias razones, pero fundamentalmente
porque era su única amiga. Antes, había sido Martita, pero ya no pertenecía al
mundo de sus afectos.
La cara de Sarango pareció acongojarse cuando la evocó. Martita fue
su amiga y su primera y única novia, una relación fantástica que duró trece
años.
“La abandoné como a un perro cuando come demasiado” -se dijo Sarango
en forma de lamentación alegórica.
La dejó sin aviso, pero ella nunca pidió explicaciones. Era
contemplativa, sumisa y sabía que él no era afecto a dar respuestas.
Todos apuntaban a la madre de Sarango como motivo excluyente de la
ruptura. Nunca la aceptó. “Era poca cosa para él”, decía su progenitora
enfundada en un vestido floreado y con chinelas al tono.
A su madre no le gustaba hablar de gatos y de sexo, pero sí le
gustaba hablar de Martita: la defenestraba en el barrio continuamente,
inventando una serie de atrocidades para alejarla de su hijo.
Sarango era un buen hijo. Finalmente, obedeció a su madre.
Martita nunca entendió el porqué de la ruptura, tampoco el motivo de
los injuriosos rumores contra ella.
La pobre muchacha, tras la separación, quedó destruida. Después de
trece años de noviazgo era difícil rehacer su vida, sobre todo cuando se tienen
más de cuarenta años.
Devastada, recurrió a una terapia. Necesitaba apaciguar su
sufrimiento, por Jaime Sarango, por la chusma barrial, pero sobre todo por su
suegra.
Arrancó la terapia con dificultades. Podía pagar muy bajos
honorarios, así que acudió a la única que podía tomarla como paciente.
La terapeuta no parecía muy ortodoxa y siempre llegaba quince
minutos después que ella.
Martita era paciente en todo sentido, también en el de esperar sin
protestar. Juntó valor durante meses y al fin se atrevió a hablarle de las
llegadas tarde, proponiéndole cambiar de hora.
La
terapeuta aceptó sus condiciones sin interpretar nada, cosa infrecuente en el
ámbito psicológico.
Las
cosas funcionaron bien por un tiempo hasta que la psicóloga se empezó a dormir
frente a ella. Si el encuadre hubiera sido con diván podría haber sido menos
traumatizante, pero cara a cara era demasiado bizarro.
Sesión
tras sesión la contratransferencia de la terapeuta se manifestaba en forma de
ronquido, con un estertor profundo y escandaloso que la sacudía doblemente: por
un lado, por el ruido molesto que producía, pero sobre todo, por no poder
escucharla, producto de su dormidera interpretativa.
Martita
esperó meses para decirle, pero cuando ya estaba decidida escuchó un mensaje en
su contestador telefónico: era su terapeuta que se le adelantaba y le
notificaba que no la iba a atender más.
Quizás
no quería atenderla más por los bajos honorarios, o se había dado cuenta de que
la paciente la adormecía y esto le daba vergüenza, o quizás simplemente tenía
otras cosas que hacer. Nunca supo el motivo, pero Martita era contemplativa,
sumisa y sabía que la terapeuta no era afecta a dar respuestas.
Meses
después se enteró de que su ex suegra era muy amiga de su ex terapeuta. Quizás
esa amistad hubiera sido la causa de la interrupción de la terapia.
No
se atrevió a llamar telefónicamente a su ex suegra porque sabía que a ella
tampoco le gustaba dar explicaciones.
***
Sarango
comprendió de pronto cómo su madre tenía tanto que ver en los episodios
nefastos de su vida. Detuvo su trote displicente y se tomó la cabeza.
Sacó
su celular de la riñonera y llamó a su amiga Renata. Le preguntó de qué forma
se aplicaba el compuesto a base de yodo y quién se lo había aconsejado.
Renata
le explicó que al principio se lo esparcía por los granos pero la comezón no
disminuía. Así que llamó a Dulcinea, quien le indicó que lo bebiera de a medio
litro, tres veces al día.
Lágrimas
amargas empezaron a correr por la cara de Sarango. Se sintió ahogado por una
opresión en el pecho, una sofocación que era el producto de una verdad terrible
e ignorada hasta ahora.
Finalmente
entendía que su amiga no estaba loca: simplemente estaba intoxicada por el
compuesto a base de yodo que consumía en forma oral y en grandes cantidades.
Lloriqueaba
con una biliar congoja; casi como “cuando un niño se entera de la verdad sobre
los Reyes Magos”- pensó.
Jaime
Sarango lagrimeaba amargamente porque Dulcinea no era otra que su madre.
Después de tantos años se revelaba que su madre lo quería de una manera
demasiado especial.
Renata percibió el estado de ánimo de su amigo y le preguntó si lo
que estaba tomando era correcto. La respuesta de Sarango la tranquilizó: “Está
perfecto, seguí tomando el yodo”.
Si algo tenía claro Jaime Sarango en la vida, era el deber de ser un
buen hijo y no estaba dispuesto a renunciar por nada ni por nadie a eso.
Su madre, más allá de que no le gustara hablar de gatos y de sexo,
era una buena madre y él le debía todo el respeto que solo un hijo único puede
ofrecer.
Sarango se tranquilizó y se concentró con todas sus fuerzas en
finalizar su trote. Decenas de bicicletas que venían en racimos –“otra buena metáfora”
–pensó-, pretendían interponerse, pero a esa altura ya era imposible.
Jaime Sarango confirmó que la ley del más fuerte es la que
prevalece.
***
Cuando
estaba terminando su rutina se encontró nuevamente frente al edificio del
suicida, pero esta vez el escenario había cambiado. Estaba el mismo patrullero
policial, pero ahora en compañía de una ambulancia. Rápidamente intuyó que no
eran necesarios los bomberos.
Logró
divisar, tapado por un nylon oscuro, el cuerpo del –ahora sí– suicida
consumado. Ya no era necesario recurrir a la intuición; estaba claro que el
sujeto había logrado su objetivo.
Jaime
Sarango se acongojó y sintió impotencia por no haber hecho nada para cambiar el
destino del suicida, pero también entendió que en la vida siempre prevalece la
ley del más fuerte y que él tenía derecho a correr o, al menos, a trotar
serenamente.
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