La mañana estaba fría pero agradable. De camino al consultorio, discurría sobre un libro que estaba leyendo, La suma de los días, de Isabel Allende. Era un testimonial sobre la lucha de la escritora chilena por superar la trágica muerte de su hija Paula, de veintiocho años de edad. El libro, continuación de Paula, parecía un diario clínico, un intento de salir de un duelo que la tenía congelada desde hacía años.
Lo escribió como una catarsis. No
sabía qué hacer con las regalías de su libro Paula, tenía el dinero de las ganancias congelado, hasta que le
sucedió un acontecimiento extraño en la India , que relató en el capítulo «¿Quién quiere una niña?»
Se trata de una pequeña
historia, pero clave en el libro. Isabel Allende había quedado devastada
después de la muerte de su hija. No quería hacer nada, mucho menos
escribir. La familia la convenció de viajar a la India para cambiar de aire y
recuperar la inspiración que había perdido.
Isabel
viajó con su marido y con su amiga Tabra. Recorrieron diferentes lugares. Un
día, mientras atravesaba en auto un paisaje aciago, quisieron detenerse para
descansar y estirar las piernas. De
acuerdo a la descripción de Allende, solo se veían tierras áridas y, perdido en
el medio, un árbol.
Cuenta que cuando observó detenidamente el árbol se dio cuenta de que había un grupo de
mujeres. A Isabel y a su amiga les dio
curiosidad por ver qué hacían esas mujeres allí, así que se acercaron. Fueron
recibidas con abrazos y sonrisas. Un encuentro de dos culturas: intentaron
comunicarse a través de señas, las mujeres occidentales les regalaron sus brazaletes. Una de ellas tomó la cara de Isabel y la besó en la frente. Fue un gesto tan inesperado, tan íntimo, que la
escritora recuerda que no pudo retener las lágrimas y lloró por primera vez
desde la muerte de su Paula. Las otras mujeres parecían comprender el dolor
acumulado de Isabel y la rodearon y acariciaron
en silencio. Por cómo lo describe Allende, eran mujeres unidas tratando de
exorcizar el dolor de una madre.
Tenía marcada una cita con una paciente, pero
faltaba bastante, así que caminaba despacio, sin sobresaltos, pensando en el
encuentro de esas mujeres tan diferentes. La historia que escribía Allende era
minimalista, sin exceso de palabras, pero lograba trasmitir un sinfín de
emociones. Algo de ese encuentro sintetizaba su dolor congelado. Esas eran las cosas
que me hacían admirar a un escritor, la posibilidad de recortar con palabras
algo que parece intangible.
La historia continuaba y adquiría otros matices…
Luego de ese ritual íntimo y de la despedida a través de gestos, las turistas
se alejaron. Pero, narra Allende, una de las mujeres las siguió y le dio un
paquete que, para su sorpresa, no tenía otra cosa que una beba pequeña. Isabel Allende la tomó en sus brazos y la besó en la
cara con la intención de devolvérsela, pero la mujer, en vez de recibirla, corrió al árbol con su grupo. Raro intercambio el de unos brazaletes por una
beba recién nacida.
La escena era pura confusión, las mujeres se
alejaban del lugar e Isabel se quedaba perpleja con una niña en brazos. Fue
entonces, según el relato, que el chofer reaccionó, le quitó a la niña de sus
brazos y corrió a devolverla a las mujeres orientales. Estas no quisieron
recibirla y el chofer terminó dejándola bajo el árbol.
Se volvieron a subir al coche y salieron a toda
velocidad. Isabel, abrazada por su pareja,
lloraba sin entender por qué había pasado eso, qué sería de esa niña sin
esperanza. Otra niña arrebatada de su vida. Y en esa confusión le preguntó al chofer si
entendía el porqué de ese regalo. «Era una niña. ¿Quién quiere una
niña?», respondió este,
de acuerdo a lo reportado por Allende. Y explicó que en esos parajes de la India a las niñas las
regalan porque nadie las quiere, porque no valen nada.
Isabel
siguió llorando en silencio hasta que se dio cuenta de que había tomado una
decisión trascendente: con el dinero que se había generado por las regalías del libro Paula, se dijo, iba a crear una
fundación para ayudar a mujeres. Hasta ese momento, Allende no sabía qué hacer
con el dinero que había generado el libro donde hablaba de la muerte de su hija,
el cual fue un éxito en ventas. Eran montañas de dinero generadas, pero que la
autora no podía tocar porque pensaba que era una afrenta a su hija muerta. Para
Isabel, esa muerte ahora se resignificaba a través de una fundación. El dinero,
que esperaba un destino, lo había encontrado.
Mientras me acercaba al consultorio, pensaba en cómo
esa pequeña historia con poder de sanar servía para que
Allende pudiera hacer algo con su duelo. El
dinero en el banco no dejaba de ser una metáfora de ella misma. El
duelo no es un proceso contingente o accidental, sino algo necesario ante cada
situación de pérdida. En el caso de Isabel Allende fue esta anécdota la que
hizo que ella pudiera hacer algo con su dolor.
Cuando llegaba a la puerta del consultorio observé que
había una anciana. Me estaba esperando. Había llegado bastante antes de la hora pautada para
su primera entrevista. Me la había derivado un médico asombrado por su
historia. Tenía pocas referencias de ella, pero sí tenía muy claro que este
médico estaba bastante conmovido. Ese era un dato que me generaba expectativa.
Clara vino a verme desde muy lejos, desde un pequeño
pueblo del interior donde psicoanálisis
es una palabra inexistente. Vino porque tenía heridas que cerrar. Eso no es
demasiado raro —la mayoría de los pacientes vienen a eso—, sin embargo, Clara
tenía una historia demasiado particular.
La hice pasar a las sala de espera. Era una mujer muy
mayor, pero sobre todo era una mujer que portaba una tristeza profunda. Su cara
estaba marcada por surcos profundos que parecían acompasar sus rasgos finos.
Bien vestida, de oscuro, parecía en un duelo permanente. Toda ella daba una
sensación de profunda lástima.
No es común que los pacientes me generen estos
sentimientos, pero en este caso sí. Vi unos ojos verdes tristes con una
melancolía que parecía acompañarla desde hacía demasiados años.
La edad de la paciente podía ser un problema a la hora
de indicar un psicoanálisis, ya que siempre hay reparos cuando se va a atender
a personas muy mayores ¿Qué podía hacer yo desde el punto de vista analítico
con una mujer de más de ochenta años y que además vivía a cientos de kilómetros
de mi consultorio? Mis dudas se disiparon rápidamente cuando me confesó que
desde hacía años estaba esperando hablar «de esto» para «poder darle un sentido».
El psicoanálisis no deja de ser uno de los pocos
lugares explícitamente designados por el contrato social donde hay derecho a
hablar de las heridas que produce el vivir. Esta mujer necesitaba desenredar
los acontecimientos del pasado para «poder morirse tranquila». Con esa
sencillez y sabiduría lo manifestó. Su demanda explícita era hablar de eso que
la asfixiaba.
El dolor de Clara se podía situar claramente a partir
de sus quince años, sin embargo empezaba mucho antes. Única hija de padres
duros. De su infancia no remarcó cosas importantes a no ser que fue una niña
solitaria, criada en el medio del campo. Creció con diferentes niñeras que
duraban poco tiempo, aparentemente porque nunca convencían en el desempeño de
sus funciones. Su madre distante y siempre enferma; su padre, inflexible,
pasaba la mayor parte del día trabajando. Dormía en una habitación que estaba
fuera de la casa principal amplia y portentosa. ¿Por qué una hija única de
padres pudientes duerme en un cuarto de servicio fuera de la casa principal? La
pregunta nunca fue formulada por mí, ya que en ese momento lo que ella
necesitaba era hablar sin ningún tipo de restricción o señalamiento.
Sus problemas comenzaron cuando, de adolescente, se
enamoró de un hombre varios años mayor. Se enamoró perdidamente, de forma
ardiente, como son los amores en esas épocas. Lo veía de manera clandestina en
el pueblo. Una historia de encuentros furtivos, apasionados y prohibidos.
Por lo general estas historias no terminan bien y
tienen finales trágicos. La de Clara no fue la excepción. El desenlace fue un
embarazo no esperado. Clara, por miedo, no dijo nada a sus padres y lo ocultó
bajo ropas holgadas. Como vivía al margen de su familia en atención y afecto,
nunca repararon en lo que estaba pasando.
Su enamorado quiso hacerse cargo de la situación, pero
ella prefería el silencio y esperar. Era tal el terror que tenía a sus padres
que nunca llegaba el momento adecuado para contarlo. Quizás todo podría
resumirse en esta frase: nunca era su hora.
De hecho, así se presentó en el consultorio: mucho antes de la hora marcada.
Los meses del embarazo pasaron en la clandestinidad. Nadie sabía, a excepción
del amante. Era un silencio denso y oscuro, similar al que estaba instalado
entre Clara y sus padres desde siempre. Quizás Clara estaba destinada a una
felicidad clandestina.
Su novio le ofreció escaparse juntos a algún lugar
lejano, como ocurre en la novelas. Sin embargo, a Clara le faltaba el valor de
las heroínas de Isabel Allende o de Haruki Murakami. Ella era la protagonista
de una vida sin audacia.
Una noche el embarazo llegó a su fin. Clara estaba
sola en su cuarto. A la mañana siguiente, a la madre le llamó la atención que
su hija no fuera a desayunar. Fue al cuarto y se encontró con una escena
espeluznante. Su hija, casi sin vida, en un charco de sangre, aferrada a un
bebe recién nacido. Un gesto de amor inconmensurable.
Mientras escuchaba a Clara no dejaba de pensar en la
contradicción que arrojaba la escena, el encuentro de dos madres tan diferentes.
El relato de Clara puede generar dudas en su
verosimilitud, pero no es tarea del psicoanalista juzgar la credibilidad de los
recuerdos del paciente. Trabajamos con la realidad psíquica (aquella que relata
el paciente) y no sobre una verdad de la realidad.
Los relatos que generamos y creemos como auténticos edifican nuestras
subjetividades. El recuerdo terrible que ella traía era recordado de esta
manera y yo no tenía por qué ponerlo en duda. Parió sola a su hijo y casi dio
su vida en ello.
Su madre entró en pánico al ver aquello, corrió
desesperada a llamar al marido, quien contrató los servicios de un medico de
confianza para «arreglar» la situación.
Clara se recuperó rápidamente, tan rápidamente como su
familia tomó una decisión: el pequeño bebé iba a ser criado por los abuelos
como si fuera un hijo propio. Clara sería la hermana de su primogénito.
Esto no es un hecho tan infrecuente. En más de una
ocasión escuché este tipo de historias. Sin embargo, lo que nunca había
escuchado antes fue el castigo que le impusieron a Clara: no podía acercarse ni
tocar al bebé. Ese era el precio que le hacían pagar por su falta. Como escribí
antes, sus padres eran duros. Debí agregar inflexibles,
ya que nunca revieron el castigo.
El novio, enterado de la situación, fue a hablar con
los padres para explicarles. Estaba dispuesto a hacerse cargo de su hijo y de
Clara, llevárselos lejos, salvar la reputación
de la familia. Después de la conversación, en la cual ella no participó, el
novio desapareció del pueblo y nunca más se lo vio. Seguramente las amenazas
paternas por tener relaciones con una menor y las implicancias legales que esto
podía generar deben de haber determinado su partida. Un padre fantasma se
agregaba a esta historia. El único vínculo fuerte para Clara desaparecía. Una
historia de amor cortada de raíz.
Desterrada del contacto con su hijo y con su enamorado,
siguió durmiendo en el cuarto de servicio, que quedó más separado que nunca de
la casa. Diferente fue el destino del niño, que pasó a habitar uno de los
cuartos de la casa principal. Quizás sus padres siempre quisieron un varón y
finalmente lo tenían. Como en la historia de Isabel Allende: «¿quién
quiere una niña?», una niña desvalorizada.
Mientras Clara contaba su historia, las lágrimas
inundaban su rostro y su energía parecía agotarse. Las palabras no alcanzan
para describir lo que me causó su desgarrada confesión. Escucho diariamente
historias de dolor y desamor, pero la forma en que lo contaba y la profunda
tristeza que encerraba su voz me conmovían de una manera particular. Quizás
porque tenía hijos pequeños y pensaba en lo terrible que debería ser no poder
tocarlos, quizás porque me identificaba con ese hijo que no pudo tocar. Vaya uno a saber
qué resortes tocaba su historia en mí.
Mi
palabra era inútil en ese momento y solo me quedaba la posibilidad de hacerme
eco de su sollozo lacerante. Dar un sentido al dolor no significa proponer una
interpretación de su causa ni consolarla. Dar sentido a ese dolor inmensurable,
muchas veces, tiene que ver con darle un lugar para que pueda ser metabolizado.
La
función del analista, a veces, debe ser la de aquel que, por su sola presencia —aunque
sea silenciosa— disipa el sufrimiento del paciente recibiendo sus irradiaciones. ¿Serviría mi presencia
entonces? Por supuesto que en esa primera entrevista no podía saberlo. Es difícil acercarse al dolor, es
arduo medirlo, asirlo.
Un día, cuando ya habían pasado más de tres años del
nacimiento del pequeño, Clara se encontraba colgando ropa, como todos los días.
Siempre se encargaba de los quehaceres domésticos (quizás esa era la razón del
cuarto asignado) y ese día no era la excepción. Nunca hasta ese momento había
podido siquiera acercarse a su hijo, mucho menos tocarlo. Ella seguía en una
posición de hija obediente. En un momento de descuido de sus padres, el niño,
sin motivo aparente, corrió hacia Clara y se aferró a ella con fuerza. Por
segunda vez en su vida sintió el cuerpo de su hijo. Ella también se aferró con
desesperación, como la primera vez. Un encuentro inesperado para una situación
que tendría que ser cotidiana, como el abrazo entre un hijo y una madre.
Su padre observó la escena prohibida y salió
corriendo a separarlos. Como la primera vez, Clara no pudo hacer nada para
evitarlo. Por su «falta», por no respetar las «reglas», se le impuso un nuevo
castigo: fue enviada como pupila a un colegio de monjas especializado en tratar
a muchachas «descarriadas». No volvería a ver su hijo por meses.
Clara
lloraba intensamente. Me decía que había mucho más para contar, pero ya no
podía hablar más. La historia quedaba inconclusa y debo admitir que hubiera
querido saber más, pero entendí que ese era el momento justo para terminar con
esa primera entrevista. Clara estaba exhausta, casi sin fuerzas. Parecía que
había parido por segunda vez.
Me preguntaba
si el impacto que me había producido, la angustia que me había generado, hacía
posible que siguiera escuchándola.
La
acompañé hasta la puerta luego de unos minutos que precisó para calmarse.
Revivir su historia o, por lo menos, parte de ella, había sido una experiencia
demasiado extenuante. Cuando le fui a dar la mano para saludarla, me tomó la
cara con sus manos. Un gesto extraño para un encuadre psicoanalítico. Nunca me
había pasado. Me miró a los ojos con su mirada triste y me dijo:
—¿Me
va a poder ayudar?
En
ese instante no dejé de pensar en la escena de las mujeres bajo el árbol que
escribió Isabel Allende, que aparecía como una premonición y terminaba siendo
una especie de introducción al encuentro con Clara. Dos historias se enlazaban
en lo trágico de la relación entre madres e hijos.
Las
manos —o su dolor— en mi cara, algo no frecuente en su vida ni en la mía como
psicoanalista, sumadas a su demanda desesperada en ese «¿Me va a poder ayudar»?
me generaban una tremenda duda sobre si era posible que la siguiera viendo.
Clara
necesitaba poner en juego la posibilidad de comenzar a subjetivar una pérdida y
parecía que yo era su única alternativa. Su historia, su edad, la determinación
de venir desde tan lejos a verme parecían indicadores que marcaban un camino.
Las
mujeres de la India
«curaron» a Allende, la curaron en el sentido metafórico de ayudarla a poder
hacer algo con ese dolor punzante y coagulado que acarreaba. La presencia de un
otro se hace indispensable para poder metabolizar el sufrimiento, aquello que
no deja de gritar, y eso solamente aparece cuando el doliente está en
condiciones de ponerlo en juego.
Clara
me había elegido. Había venido desde muy lejos y había podido hablar de algo
que le costaba demasiado. Sus manos en mi cara no eran más que un pedido
desesperado para que yo la ayudara a decodificar su dolor. Sus manos, esas que
no habían podido tocar a un hijo, manos censuradas, manos clandestinas, me
tocaban a mí pidiendo ayuda. Pero sobre todo eran manos que se permitían tocar,
en un gesto de amor que ella me entregaba. ¿Y yo podía decirle que no? Mis
miedos fundamentados podían repetir otra vez su historia: ¿otro rechazo?,
¿podría ella soportarlo?
A
veces no hay demasiado tiempo para calibrar las situaciones. Solamente recuerdo
que pensé en la historia de Isabel Allende, pero sobre todo en la historia de
Clara, en su felicidad clandestina. Le tomé sus manos y las apreté con vigor, en
una forma de contacto diferente a la habitual en mi clínica, pero que creí
necesaria y auténtica.
—Pondré
todas mis fuerzas en ello —atiné a decirle.
Ese
fue el día en que comenzamos a trabajar. Ahora sí estaba en su hora y había
alguien dispuesto a sostenerla.
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