El Beril


El Beril tiene una historia singular, ya que esa casa ahora devenida en bar musical, fue la casa de mis veranos infantiles. Construida por mi abuelo paterno y después mejorada por mi padre, fue disfrutada por tres generaciones, hasta que por temas económicos debió venderse. Ahí, sin dudas, fue el fin de una etapa de mi vida que recuerdo con mucho cariño.
Confieso que me daba un poco de curiosidad saber cómo iba a reaccionar cuando la visitara. Más allá de las modificaciones que se habían producido en tantos años, estaba la esencia del cuerpo robusto de material que mira al mar.
La recorrí como un explorador que llega a un lugar nuevo pero conocido a la vez, como un antropólogo de mis propios recuerdos transfigurados por el presente. En el fondo de la casa estaba el corazón del bar: la cocina. Donde está ubicada la heladería fue mi cuarto en esa infancia veraniega. El de mis padres fue tirado abajo para que el comedor fuera más amplio y brindara más posibilidades para los clientes. El baño, increíblemente, seguía siendo el mismo, de baldosas cuadradas azules y blancas. Parte de la cocina original se mantenía conservada también. Lo más íntimo de la casa permanecía intacto. Me llamó la atención observar muchos de los muebles de mi época, parecían querer resistirse al paso del tiempo, como soldados peleando por seguir vivos.
Una experiencia extraña la de entrar en mi pasado de esa manera, similar a estar instalado en parte de mi historia, pero en el presente.
Se escuchaba música y risas en el bar, se percibía una alegría jovial y veraniega, similar a la que supe vivir allí, algo que parecía imbricarse con el presente.
Me hubiera gustado encontrar a mis padres allí, recuerdo cómo reían y bailaban en el patio de esa casa con las estrellas como techo. Recuerdo nítidamente esas reuniones donde siempre había una excusa para el canto y el baile, donde los niños participábamos por igual. Con mi hermano y una prima habíamos conformado un trío musical que tenía su número fijo en esas algarabías. Se permitía reír sin censura y cada uno a su manera ofrecía lo que tenía: su voz, su gracia, la imitación de algún familiar, sus cuentos.
Comí una hamburguesa casera y algo del la memoria gustativa emergió. Recordé las hamburguesas de mi abuela Blanca y su canturreo cuando las preparaba. Una melodía silbada brotaba mientras las elaboraba. El Beril en ese momento se transformó en esa pieza suelta de mi historia que me golpeaba en todos los sentidos, con la comida, las risas, la música y el olor a mar. De alguna manera, otra vez se reunían mis padres y mis tíos, mis primos, mis abuelas, los amigos, los perros, pero en forma de otras personas que también disfrutaban. En ese preciso instante reí yo también, cómplice de mis propios desvaríos y casi pude escuchar las músicas de esas épocas.
El Beril se convirtió en una bella nostalgia. Pensé que mis padres, tíos, abuelos y amigos que ya no están, estarían felices de esta coincidencia pícara de la casa devenida en lugar de encuentro, de una metamorfosis donde la esencia más íntima perdura. 0tra vez miré ese mar que acompañaba esa escena.

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