La ventana pequeña pero en armonía con la habitación dejaba igualmente descubrir un paisaje espléndido. Un verde intenso con unas imperceptibles ondulaciones resaltaba aún más una pequeña laguna terrosa que se imponía frente a mí. Una maravilla visual, pero instalada en uno de los infiernos del mundo: una cárcel.
Mi reposo sensorial se interrumpió, giré y distinguí las paredes lastimadas y las puertas desencajadas que subsistían como testigos inertes del sufrimiento humano que allí existía.
Retorné rápidamente a la cruda realidad que me rodeaba: la presencia de un policía que a los gritos me indicaba que lo acompañara a socorrer a “Maradona”.
Mi tarea consistía en evaluar psicológicamente a los reclusos, con el fin de hacer un diagnóstico psicológico que determinaría, junto con otros informes, su grado de peligrosidad y, consecuentemente, recomendar qué lugar físico ocuparían en el celdario. Estos informes, que requieren de un tiempo y de un esfuerzo importante, por lo general no son tomados en cuenta en las decisiones finales. “Cuestiones políticas” les dicen.
Podría pensarse que nuestra función no resultaba valiosa. Pero no era así. Además del trabajo profesional que realizábamos, nuestra presencia en el Penal implicaba una “intermediación necesaria” en la relación “extraña” entre policías y presos.
Salí de la habitación que oficiaba de “consultorio”. Aunque su impronta gris lo invadiera todo, era uno de los pocos lugares que ofrecía algo de hospitalidad en el celdario.
Acostumbrado a las comodidades de un consultorio psicológico, trabajar en la cárcel no dejaba de resultarme una experiencia espinosa a pesar de los años transcurridos; pero el hecho de tener que salir casi corriendo para ver a un recluso parecía una exageración.
A “Maradona” lo conocía bien porque lo había entrevistado en varias ocasiones. Estaba encarcelado hacía una eternidad. Es que los infiernos tienen eso, son atemporales. La vida por allí no se cuenta ni en días ni en años sino en una especie de continuidad sufriente y perpetua.
Recordaba, mientras llegaba al lugar, nuestra primera conversación. Se presentó con su sobrenombre y me dijo que era un muy buen jugador de fútbol, de una zurda precisa y eficaz que producía terror en las defensas. El dato concreto, más allá de sus autoproclamadas habilidades, era que integraba la selección de la cárcel.
Tenía unos cuarenta años. Su padre había sido un jugador de fútbol de medio pelo, a quien su madre nunca lo había admitido como tal. Un padre ausente, un padre que no reconoce hijos, tal como la propia historia del Maradona “famoso y mediático”.
Pero lo más llamativo de este hombre no era se considerara un buen jugador de fútbol, de hecho varios presos también se distinguían por eso; ni por la ausencia de apellido paterno -cosa bastante común por esos lugares-. Lo más extravagante era que estaba absolutamente y definitivamente loco.
Su discurso era, más allá de cualquier prejuicio, delirante.
Padecía de una locura “maradoniana”, ya que creía poseer la exclusiva facultad de poder hablar con el jugador más idolatrado de la historia del fútbol mundial. La salvedad es que no lo hacía por medio de ningún aparato de comunicación conocido, sino que lo efectuaba a través de su rodilla izquierda; la articulación de la pierna se ofrecía como una especie de teléfono móvil que recibía la voz del astro argentino.
Esta no sería “la mano de Dios” pero no le iba en zaga: era, sin ninguna discusión, una rodilla zurda inigualable, “divina”.
Este delirio era parte de su vida, parte de su ser, sin alteraciones conductuales de importancia a través de los años, cuestión bastante atípica en la evolución de cualquier forma de delirio.
Lo interesante es que su “desequilibrio” convivía en armonía en el mundo carcelario. En Uruguay un buen jugador en Uruguay seguramente será siempre híper-valorado, pero en este caso llamaba la atención.
“Maradona” demostraba poder sobrevivir sin el cuidado médico, sin psicofármacos y sin asistencia psicológica, rehusaba este tipo de auxilio y aseguraba no estar loco. Simplemente hablaba con Diego Armando Maradona de una forma inusual. En la cárcel no era un loco, como sí seguramente lo sería en otro ámbito; era un personaje del lugar, acompañado y sostenido por sus semejantes: los presos.
Gracias a su locura y a sus destrezas futbolísticas, este hombre se había erigido en un símbolo de la cárcel, su delirio “maradoniano” era disfrutado por los demás reclusos, que se divertían con las “conversaciones” con el astro argentino y se transportaban al mundo fantástico del “Diegote”. En definitiva, un personaje único y clave para el funcionamiento de la sociedad penitenciaria.
El requerimiento urgente del policía para que viera a “Maradona” cuanto antes era un pedido de sus compañeros, preocupados por su estado.
Unos días antes, una psiquiatra lo había examinado por los problemas que tenía para poder dormir y había comprobado un delirio enquistado por años.
La falta de sueño había revelado una complicación mayor, ignorada hasta ese momento por las autoridades carcelarias.
La psiquiatra, con buen tino, recomendó al médico de guardia que le aplicara cinco inyecciones de un antipsicótico muy potente. La profesional había considerado innecesario explicarle al colega que el psicofármaco se aplicaba de a uno por mes, debido a que su efecto persistía por treinta días.
La cuestión es que el médico de guardia no entendió la forma de administración del psicofármaco o no era afecto al dios argentino, por lo que las cinco dosis fueron aplicadas el mismo día.
Como le había pasado al astro argentino durante el campeonato Mundial de Fútbol en Estados Unidos, a nuestro Maradona también le “cortaron las piernas” y el “resto del cuerpo” por un exceso de químicos. El “diez” uruguayo tuvo un paro cardiorrespiratorio que casi lo saca de este mundo.
El galeno tuvo que tomarse vacaciones forzadas para evitar convertirse en víctima de un linchamiento por parte de los presos. No era para menos: había arruinado a su jugador estrella.
Cuando llegué y comprobé su estado, en el mejor de los casos, era francamente calamitoso. Estaba cargado de gestos inquietantes, palabras confusas, alusiones misteriosas, ardides ocultos, suposiciones ineficaces y enigmas indescifrables.
El desenlace de la exageración farmacológica fue una eclosión terrible y feroz de un delirio paranoico. Ideas de persecución en torno a sus compañeros eran ahora el motor de su locura.
El tiempo de convivencia armónica con su rodilla siniestra y la comunicación con su ídolo parecía haber llegado a su fin. Su delirio había trasmutado en algo absolutamente diferente.
Estas conductas se acercaban a lo que su estructura de personalidad marcaba: una esquizofrenia, pero, esta vez, aparecían de una manera extraña y diferente para los demás; distante de aquella conexión –igualmente loca- con el futbolista rey. La locura seguía estando en juego, pero ahora expresada de una forma diferente.
Su pierna siniestra era sólo un pedazo de carne que se arrastraba junto a la derecha sin el mínimo atisbo de garbo.
Todo en él se había desmoronado tras la caída de la zurda mágica. Zurda futbolística pero capacitada para oficiar de vínculo etéreo con el mismísimo Maradona. Todo él era un despojo humano, ininteligible en su intento loco de formular un delirio paranoico.
Quedé conmovido, sin nada que hacer.
Para mí también era la caída de un ídolo.
A la semana siguiente me lo trajeron a mi “consultorio”, aunque no tenía demasiadas expectativas acerca de lo que me iba a encontrar.
Seguía arrastrándose, aunque las persecuciones delirantes habían desaparecido. Se expresaba en un lenguaje monocorde y ramplón, sus ínfulas paranoicas habían cedido a una presencia fantasmal y triste del personaje de otrora.
Me acerqué suavemente y le pregunté casi al oído, como quien ausculta a un moribundo, si aún podía comunicarse con Maradona.
Luego de escuchar sonidos casi incomprensibles de su parte –producto aún del insidioso trabajo de los fármacos-, en un balbuceante y -porqué no decirlo- babeante lenguaje, me dijo:
-“A veces se corta, la línea no anda bien, pero sí, se puede”.
Maradona seguía vivo en él; su locura también. Maravillosa frase, que me sorprendió y me llevó a pensar en la localización de la locura y en su persistencia más allá de la medicación excesiva.
Confieso que me emocioné. Otra vez el genio maradoniano florecía.
“Maradona” mostraba que su locura no había muerto.
En la medida que pudiera dominarla, podría seguir subsistiendo en ese infierno llamado cárcel.